Narrado en el Desierto (Told in the Desert)

Translation of Clark Ashton Smith by Javier Jimenez Barco

Lejos del terrible horno del ocaso en el desierto, vino a toparse con nuestra caravana. Él y su camello eran unas sencillas siluetas de sombría delgadez que emergían sobre las dunas de crestas doradas y desaparecían a menudo en las bajadas, cubiertas por la luz del crepúsculo. Cuando descendió la última duna y se acercó, nos habíamos detenido para pasar la noche, y nos encontrábamos montando nuestras negras tiendas y encendiendo nuestras pequeñas fogatas.

El hombre y su dromedario eran como momias que no pudieran hallar reposo en los subterráneos de la muerte, como si hubieran vagado por tierras lejanas espoleados por una misteriosa razón, más allá de las primeras marcas del desierto a la ciudad. El rostro del hombre estaba cuarteado y ennegrecido, como tostado por un millar de llamas; su barba era gris y cenicienta; y sus ojos eran brasas extinguidas. Sus ropajes eran como los harapos de los muertos ancestrales, como trapos de diabólicos mendigos. Su camello era esquelético, sarnoso y comido por las moscas como el que habrían llevado las almas de los condenados en su dolorosa cabalgata a los reinos de Iblis.

Le saludamos en nombre de Alá y le dimos la bienvenida. Probó nuestro almuerzo de dátiles, café y carne seca; y más tarde, cuando nos sentamos en círculo bajo las relucientes estrellas, nos contó su relato con una voz que de algún modo, tenía ese algo de los solitarios, escalofriantes y desconsolados susurros del viento del desierto, mientras busca entre los infinitamente parcheados horizontes de los fértiles y especiados valles, lo que ha perdido y no puede volver a hallar.


Sobre mi nacimiento, mi juventud, y el nombre por el cual fui conocido y quizá afamado entre los hombres, sería ahora inútil hablar: pues aquellos días, tan remotos como los del reinado de Al Raschid, se han ido ya, como los salones de Salomón, construídos de Afrit. Y en los bazares o en los Harenes de mi ciudad natal, nadie me recordaría; y si alguien pronunciara mi nombre, sería como un eco muerto y nunca repetido. Y mis propios recuerdos son vagos, como los fuegos de campamentos abandonados, en los cuales la arena se remueve por una brisa otoñal.

Pero, aunque nadie recuerde mis canciones, una vez fui un poeta; y al igual que otros poetas en sus comienzos, canté a las rosas vernales y a los pétalos de las rosas otoñales, a los senos de reinas ya muertas y a las bocas de camareras vivas, o a las estrellas que iluminan las legendarias islas del océano, y a las caravanas que se guían por elusivos e ilusorios horizontes. Y debido a la febril y extraña inquietud de la juventud y la poesía, para la cual no existe nombre ni descanso, abandoné la ciudad de mi niñez, soñando con otras ciudades donde el vino y la fama serían más dulces, y los labios de las mujeres más deseables.

Fue una galante y alegre caravana, aquella a la que me uní en el mes en el que florecen los lotos. Prósperos y bravos eran los mercaderes con quienes viajé; y aunque amaban el oro y el marfil labrado, las alfombras y las hojas de Damasco y olibanum, tambien amaban mis canciones y nunca se cansaban de escucharlas. Y aunque nuestro peregrinaje fue largo, fue en todo momento embellecido con el recitar de odas y la narración de relatos; y el tiempo era, de algún modo, más corto en aquellos días, e igual la distancia de sus millas, como sólo la divina necromancia de las canciones puede acortarlas. Y los mercaderes me contaron historias de la remota y elegante ciudad que era nuestra meta; y al escucharles enumerar su esplendor y sus delicias, y al compararlas con mis propias necesidades, me sentía contento por las incontables leguas que quedaban atrás de nuestros dromedarios.

¡Ay de nosotros! pues no habíamos de contemplar nunca la culminación de nuestro viaje, con sus cúpulas frisadas de oro que se decía ascendían por encima del verdor de los árboles del paraíso, y sus minaretes de nácar más allá de las aguas de jade. Fuimos asaltados por los fieros hombres de las tribus del desierto, en un profundo valle entre las colinas; y aunque luchamos valientemente, nos derribaron de nuestros torpes camellos con sus más numerosas lanzas; y agarrando nuestros anudados fardos de mercancías, y dejándonos como seguramente muertos, nos abandonaron a merced de las águilas de las arenas.

Y de hecho, todos, excepto yo, habían perecido; y severamente herido en el costado, yací entre los muertos como uno de aquellos que descienden ante la pálida sombra de Azrael. Pero cuando los bandidos hubieron partido, resteñé de algún modo mi borboteante herida con andrajos de mi raída túnica; y viendo que ninguno vivía de entre mis compañeros, les abandoné y me arrastré por la ruta de nuestro viaje, lamentándome de que tan brava caravana hubiera recibido una muerte tan poco gloriosa. Y más allá del desfiladero en el que habíamos sido emboscados de un modo tan deshonroso, encontré un camello que se había apartado durante el conflicto. Al igual que yo, el animal estaba tocado, y cojeaba sobre tres piernas, dejando un rastro de sangre. Pero le hice enderezarse y lo monté.
Sobre el curso que seguí, poco recuerdo. Cegado por el dolor y la debilidad, no reparé en la ruta que seguía el camello, ya fuera un sendero de caravanas o un desértico camino de Beduínos y chacales. Pero recordaba vagamente cómo los mercaderes me habían contado en la víspera, que había dos días de marcha por una desolación en la cual el camino estaba marcado por huesos consecutivos, hasta que pudiéramos encontrar el siguiente oasis. Y yo no sabía cómo podría sobrevivir a tan arduo viaje, herido y sin agua; pero me mantenía colgando laciamente del camello.

Me asaltaron los rojos demonios de la sed; y llegó la fiebre, y el delirio, para poblar el desierto de formas fantasmagóricas. Y escapé durante eones de las espantosas e inmemoriales Cosas que ejercen su dominio sobre el desierto, y que me ofrecían las verdes y seductoras copas de una espantosa locura con sus manos de blancos huesos. Y aunque huía, siempre me alcanzaban; y Les escuchaba rondando a mi alrededor, en el aire que se había tornado de un llameante rojo sangre.

Había espejismos en aquella desolación; había luminosos mares y palmeras de brillante berilio que se alzaban siempre a una inalcanzable distancia. Los vi en los interludios de mi delirio; y había uno de ellos, que parecía más verde y más hermoso que el resto; pero me supuse que era también una ilusión. Aunque no se mostraba ni desaparecía como los demás; y en cada intervalo de mi fantasmal y nebulosa fiebre le ví acercarse. Y pensando aún que era un espejismo, me aproximé a las palmeras y al agua; y una gran negrura cayó sobre mi, como la telaraña del olvido que mana de las manos del Segador; y fui entonces privado de vista y conocimiento.

Al despertar, supuse que por fuerza había muerto y que me hallaba en alguna clase de Paraiso. Pues seguramente, la hierba sobre la cual yacía, y el ondulante verdor que me rodeaba, eran más adorables que los de la tierra; y el rostro que se acercó al mío era el de la más joven y compasiva hurí. Pero cuando ví a mi camello herido, tambaleándose a poca distancia, y sentí revivir el dolor de mi propia llaga, supe que aún vivía; y que el aparente espejismo había resultado ser un verdadero oasis.

¡Ay! Hermosa y galante como una hurí era aquella que me encontró yaciendo en el límite del desierto, cuando el camello sin jinete llegó hasta su cabaña entre las palmeras. Viendo que había despertado de mi sopor, me trajo agua y dátiles frescos, y me sonrió como una madre mientras yo comía y bebía. Y, emitiendo pequeños sollozos de horror y compasión, cubrió mi herida con el frescor de bálsamos curativos.

Su voz era tan gentil como sus ojos; y sus ojos eran los de una paloma que ha morado siempre en un valle de mirra y cassia. Cuando hube revivido un poco, me dijo su nombre, que era Neria; y lo encontré más adorable y melodioso que los nombres de las sultanas más renombradas en las canciones, y más remotas en el tiempo y la leyenda. Me contó que había vivido desde la infancia con sus padres entre las palmeras; y ahora sus padres estaban muertos, y no había nadie para hacerla compañía excepto los pájaros que anidaban y cantaban en la verde espesura.

¿Cómo podría deciros la vida que comenzó entonces para mi, mientras la herida de lanza sanaba? ¿Cómo podría contaros la gracia inocente, la belleza infantil, la ternura maternal de Neria? Fue una vida alejada de todas las pasiones del mundo, y limpia de toda mácula; fue infinitamente dulce y segura, como si en la totalidad del tiempo y el espacio no existiéramos más que nosotros mismos y nada pudiera turbar jamás nuestra felicidad. Mi amor por ella, y el suyo por mi, fue tan inevitable como el florecer de las palmeras y sus frutos. Nuestros corazones se entregaron el uno al otro sin sombra de duda o reluctancia; y el encuentro de nuestras bocas fue tan sencillo como el de los pétalos de rosa que se juntan por el viento del verano.

No sentíamos necesidades, ni apetencias, más que aquellas que quedaban ampliamente satisfechas por las cristalinas y dulces aguas, por la purpúrea fruta de los árboles, y por cada uno de nosotros. Nuestros fueron, los amaneceres que asomaban a través de las hojas color esmeralda de la espesura; y los crepúsculos cuyo ámbar se derramaba sobre una hierba de limpias flores, más delicadas que las joyas de Bokhara. Nuestra fue la divina monotonía de la satisfacción, nuestros fueron los besos y carantoñas, siempre igual de dulces y de ilimitadas variedades. Nuestros fueron los sueños encantados por estrellas sin nubes, y caricias en las que nada se negaba. De nada hablábamos excepto de nuestro amor y de las pequeñas cosas que llenaban nuestros días; y pese a ello, las palabras que cruzábamos valían más que el alentador discurso del instruído o el sabio. No canté más, olvidé mis odas y ghazales; pues la vida misma era para mí, suficiente música.

Los tiempos de felicidad transcurrieron sin novedad. No sé durante cuánto tiempo habité con Neria; pues los días se mezclaban entre sí en una dulce armonía de paz y éxtasis. No recuerdo si fueron muchos o pocos; pues el tiempo parecía tocado por una brujería sobrenatural, y dejó de existir como tal.

¡Ay de mi! ¡Pues el sutil susurro del descontento se despierta tarde o temprano en el seno del bendecido, y es escuchado a través de las melodías del cielo! Llegó un día en que el pequeño oasis dejó de parecerme el infinito paraíso que había soñado, en que los besos de Neria fueron como una miel, a menudo demasiado dulzona, en el que su pecho fue una mirra demasiado asfixiante. El transcurso de los días no fue ya, algo divino, la lejanía no sugería ya seguridad, sino una sensación de estar aprisionado. Más allá de la franja de horizonte de los árboles se alzaba el sueño de mármol y ópalo de las ciudades de leyenda que había añorado en otros tiempos; y las voces de la fama, los tonos de voz de mujeres como sultanas, me lanzaban lejanos y seductores murmullos. Me volví triste, silencioso y distraído; y, viendo el cambio que se obraba en mi, Neria tambien se entristeció y me miraba con unos ojos que se habían oscurecido como un pozo nocturno en el que sólo se reflejara una estrella. Mas no emitió un solo suspiro de protesta o reproche.

Al fín, con titubeantes palabras, le conté mis deseos de partir; e hipócrita como yo era, le hablé de urgentes deberes que me llamaban y no podían ser ignorados. Y le prometí con muchos juramentos, regresar tan pronto como dichos deberes lo permitieran. La palidez del rostro de Neria, y el oscurecimiento de sus ojos de sombras violetas, fueron la demostración de su mortal pesar. Pero ella sólo dijo:

-No os vayáis, os lo ruego. Pues si os vais, no me encontraréis de nuevo.

Me reí de sus palabras y la besé; pero sus labios eran fríos como los de los muertos, y no ofrecieron respuesta, como si las lejanas millas hubieran ya intervenido. Y tambien yo estaba apesadumbrado cuando me alejé en mi dromedario.

De lo que siguió despues hay mucho, y en realidad poco, que contar. Tras muchos días entre los cambiantes límites de las arenas, llegué a una lejana ciudad; y allí habité durante un tiempo y hallé, mezcladas, la gloria y las delicias con las cuales había soñado. Pero entre los bulliciosos y clamororos bazares, y por encima del susurro de seda de los harenes, regresaron a mi las últimas palabras de Neria; y sus ojos me alcanzaron a través de la llama de las lámparas doradas y del lustro de opulentos vestidos; y sentí nostalgia por el perdido oasis y por los labios del amor abandonado. Y por ello, no conocí la paz; y tras un tiempo regresé al desierto.

Rehice mi camino con excesivo cuidado, por las dunas y los dispersos pozos que marcaban la ruta. Pero cuando pensaba haber alcanzado el oasis, y ver de nuevo las suaves y ondulantes palmeras sobre la morada de Neria, y las brillantes aguas bajo ellas, no vi más que una enorme extensión de arena, en la que un solitario y futil viento escribía y borraba sobre sus surcos sin sentido. Y escruté alrededor de la arena, en todas las direcciones, hasta que pareció que alcanzaba el elusivo horizonte; pero no pude hallar ni una sola palmera, ni una sola franja de hierba que fuera como la floreciente pradera en la que había yacido y paseado junto a Neria; y los pozos a los que llegué eran desolados y salobres, y jamás habrían podido contener la cristalina dulzura del pozo del cual bebía con ella...

Desde entonces, no sé cuantos soles habrán cruzado el abrasador infierno del desierto; ni cuantas lunas han descendido sobre las aguas de espejismos y marah. Pero aún busco ese oasis; y aún me lamento de la hora de descuidada locura en que perdí este perfecto paraiso. A ningún hombre, creo yo, le es dado alcanzar dos veces una felicidad y seguridad, lejos de todo cuanto pueda turbarle o perjudicarle, como la que conocí junto a Neria en tiempos pasados. Y maldito aquél que abandone algo así, el que se convierta en un exiliado voluntario de tal Edén sin mácula. Para él, en adelante, sólo existirán las fatuas visiones de los recuerdos, la tortura, desesperación e ilusiones de las millas de búsqueda, la desolación en la que no cae la más ligera sombra de vegetación, y los pozos cuyo sabor es el fuego y la locura...


Cuando el extraño terminó, quedamos todos en silencio; y nadie se atrevió a hablar. Pero entre nosotros, no hubo uno sólo que no se acordara del rostro de aquella a quién regresaría una vez que la caravana hubiera llegado a su destino.

Tras unos momentos, nos dormimos; y pensamos que el extraño también dormitaba. Pero al despertarnos antes del alba, mientras una media luna descendía sobre las arenas, vimos que el hombre y su dromedario habían desaparecido. Y a lo lejos, en la luz fantasmal, una borrosa sombra se movía de duna a duna como un febril fantasma. Y nos pareció que la sombra era la sencilla silueta de un camello y su jinete.


English original: Narrado en el Desierto (Told in the Desert)

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