EL TRES VECES MALDITO NATHAIRE, alquimista, astrólogo y nigromante, con sus diez malvados acólitos, había partido de de Vyones repentinamente y por causas enigmáticas. Entre el común de la ciudad se pensaba que su huida la había motivado la bienvenida campaña eclesiástica de persecución y tortura. Otros hechiceros de menor talla ya habían visitado el potro durante un año de insólita actividad inquisitorial; asimismo, de todos era sabido que la Iglesia reprobaba las actividades de Nathaire.
Muy pocos creían que su partida se debiera a algún misterio. Ahora bien, la marcha y el destino del brujo y sus seguidores se consideraron más que inquietantes. Afloraron incontables rumores supersticiosos. Los transeúntes se persignaban al pasar cerca de la gran y tenebrosa casa que Nathaire había construido cerca de la catedral y que había decorado con profusión y exotismo satánicos. Dos ladrones que osaron entrar en la mansión, cuando se supo a ciencia cierta que el propietario la había abandonado, afirmaron que su amo se había llevado gran parte del mobiliario, los libros y otros objetos. Tales comentarios acrecentaron el sacrílego misterio: era materialmente imposible que Nathaire y sus diez servidores, con varios carromatos atiborrados de pertenencias, hubiesen franqueado las puertas de la ciudad, permanentemente custodiadas, sin el conocimiento de la guardia.
Los más devotos y píos comentaban que el Archienemigo, secundado por una legión de ayudantes alados, se había llevado sus cuerpos en una noche sin luna. Algunos clérigos y ciudadanos de reputación incuestionable aseveraron haber presenciado cómo unas sombras con forma vagamente humana volaban hacia las estrellas, acompañadas por otras todavía menos humanas. Además, habían percibido los aullidos de aquella hueste infernal cuando, formando una impía nube, sobrevolaron las casas y los muros de la ciudad. Otros pensaban que habían sido los mismos hechiceros los que, mediante prácticas diabólicas, habían salido de Vyones con una rapidez tal que Nathaire, tras haber sufrido una prolongada crisis de fiebre, podría haber perecido del mismo modo que las víctimas sucumben bajo las llamas de una pira inquisitorial o las del mismo Tártaro. Se pensaba que el hechicero había consultado el horóscopo y que, por primera vez en más de cincuenta años, había observado una inminente y nefasta conjunción de planetas que implicaba el fin del mundo. En cambio, otros, entre los que se contaban astrólogos y brujos rivales, sentenciaron que Nathaire se había retirado del mundanal ruido para poder tratar abierta y constantemente con varios demonios y, de este modo, urdir sin obstáculos negros sortilegios de suprema y licantrópica maldad. Unos hechizos que, dijeron, obrarían sobre Vyones y acaso toda la región de Averoigne, y que sin duda se materializarían en forma de plagas inmundas, tormentos en masa o invasiones de íncubos y súcubos.
En medio de aquel hervidero de murmuraciones afloraron numerosas leyendas semiolvidadas. Y por las noches se creaban nuevas. El misterioso nacimiento de Nathaire y su imprecisa errancia antes de que, seis años antes, se estableciera en Vyones, dieron mucho que hablar. La gente aseveraba que lo había engendrado un monstruo, como el Merlín de las fábulas: que su padre era una entidad no inferior a la de Alastor, y su madre una bruja enana y deforme. Del primero había heredado la perversidad y la maldad; de la segunda, debilidad de mente. Había viajado por los reinos de Oriente; maestros egipcios o sarracenos le habían transmitido los saberes de la nigromancia, en cuya práctica apenas si tenía rival. Circulaban velados rumores relativos al uso que hacía de cadáveres largo tiempo sepultados, de huesos sin carne, de unas prácticas ejercidas sobre los muertos capaces de horrorizar al emisario del Juicio Final. Aunque nunca había sido popular, muchos le habían solicitado consejo y ayuda para conseguir propósitos de ambigua naturaleza. Una vez, cuando llevaba tres años residiendo en Vyones, fue lapidado en público a causa de sus presuntas prácticas nigrománticas. Una de las piedras lo dejó cojo de por vida. Una lesión que, se creyó, jamás perdonaría. Y se afirmó que por eso cargaría contra la Iglesia con el odio demoniaco de un Anticristo. Aparte de atribuirle maldades y hechicerías, durante mucho tiempo se lo había considerado un corruptor de menores. Pese a su escasa estatura, su deformidad, su repugnante aspecto, ejercía un notable influjo, una persuasión mesmérica. Y sus discípulos, a los que se comentaba que sometía a abominaciones y enseñaba iniquidades sin fin, eran jóvenes de futuro más que prometedor. En definitiva, la desaparición del brujo se consideró una liberación providencial.
Hubo ciudadanos que quedaron al margen de toda actividad especulativa. Uno de ellos era Gaspard du Nord, estudioso de ciencias prohibidas, discípulo de Nathaire durante un año. Sin embargo, cuando crecieron los rumores sobre las barbaridades que cometía, renunció y dejó discretamente la casa del maestro. No obstante, le había transmitido conocimientos sobre temas extraños; incluso compartió con él ciertas nociones para penetrar en los poderes siniestros. Por todo elo, Gaspard optó por mantenerse al margen cuando se enteró de la marcha de Nathaire. Además, juzgó prudente no reavivar el recuerdo de su estancia con el brujo. Solo y con sus libros en una buhardilla escasamente amueblada, frunció el ceño ante el reflejo de su imagen en un pequeño espejo rectangular cuyo marco lo formaban unas víboras doradas. Un objeto que antes había pertenecido a Nathaire. No frunció el entrecejo debido a la imagen de su joven y hermoso rostro, surcado por ínfimas arrugas. A decir verdad, quien mirase en él vería reflejadas unas imágenes muy distintas de las normales. Por un momento muy breve, contempló una escena tan extraña como ominosa. Reconocía a los individuos, pero no el lugar donde se hallaban. Una peculiar neblina cubrió la visión antes de poderla examinar con detenimiento. No vio nada más. Aquella bruma sólo significaba que Nathaire se sabía observado y que, para evitarlo, había lanzado un contrahechizo. Aquel hecho, unido a la breve ojeada que pudo hacer a las actividades de Nathaire, inquietaron tanto a Gaspard que insuflaron en su mente un vívido horror: un horror para el que, sin embargo, aún carecía de nombre o de forma.
Nathaire y sus discípulos partieron a finales de la primavera de 1281, durante la oscuridad interlunar. Después, una luna nueva enceró con espectral plata los campos silvestres y los árboles con nuevos brotes. Cuando menguó, la gente empezó a murmurar sobre otros magos y enigmas más novedosos. Entonces, a principios del estío, en las noches sin luna, sucedieron una serie de desapariciones mucho más extrañas e inexplicables que la del propio brujo. Un día, los sepultureros, que habían comenzado a faenar muy temprano en el cementerio de los extramuros de Vyones, descubrieron que se habían profanado más de seis tumbas recientemente abiertas; se habían llevado a sus ocupantes, todos ellos ciudadanos de reputación. Cuando se investigaron las causas, resultó bien evidente que no había sido obra de simples profanadores en busca de alhajas o prendas caras. Los ataúdes, atravesados o visiblemente desplazados del molde, presentaban manifiestos indicios de haber sido astillados desde dentro con fuerza sobrehumana. Y la tierra, aún fresca, la habían removido como si los mismos cadáveres la hubiesen apartado para salir a la superficie. No se encontró ni rastro de los cuerpos, como si se los hubiera tragado el Averno. Y que se supiera, nadie había presenciado nada. Sólo se encontró una explicación plausible: demonios. Habían profanado las sepulturas para poseer sus formas corpóreas y abandonar su perpetuo confinamiento.
Para horror y consternación de todo Averoigne, aquellas desapariciones no fueron las únicas, sino sólo el comienzo de muchas posteriores. Fue como si una irresistible convocatoria impeliese a los muertos a renegar de sus tumbas. Durante las noches de dos semanas, los cementerios de Vyones, otras ciudades, pueblos y villorrios padecieron aquella plaga: fosas comunes, panteones de familias ricas y nobles, las marmóreas criptas catedralicias... toda suerte de tumbas padeció el extraño éxodo de sus perpetuos inquilinos. Y peor aún, al final los cadáveres recientemente enterrados terminaron por salir de los ataúdes, ajenos a las miradas de los mortales, corriendo frenéticamente en grandes hordas en plena noche. Nadie los volvió a ver jamás.
Todos ellos pertenecían a jóvenes recientemente fallecidos pero que, en vida, habían gozado de excelente salud y que habían finado por accidente o en circunstancias violentas. Algunos se trataban de criminales que habían pagado caras sus felonías; otros eran hombres de armas u oficiales de rango muertos en batalla, caballeros caídos en torneos o en combate singular. Y muchos que habían sido víctimas de los bandoleros que en aquella época infestaban la región de Averoigne: monjes, mercaderes, nobles, terratenientes, pajes o sacerdotes. Ahora bien, todos ellos habían muerto en plena juventud. Parecía como si los demonios menoscabaran a los fallecidos por enfermedad o vejez. Los más supersticiosos afirmaron que la situación era peor que el presagio del fin de mundo. Satán combatía al género humano con sus cohortes y raptaba los cuerpos enterrados en suelo sagrado para confinarlos en el infierno. La conturbación alcanzó el límite cuando se comprobó la inutilidad de cualquier exorcismo para detener aquel horror. La misma Iglesia se mostró impotente ante aquella manifestación del mal y las fuerzas de la ley poco podían hacer frente a tales hechos.
Persuadidos por el miedo, nadie intentó seguir a los cadáveres. Ahora bien, al poco circularon macabras historias contadas por viajeros que se habían topado en los caminos con aquellos espectros. Tenían el aspecto de estar ciegos, sordos, ajenos al entorno, pero se movían a increíble velocidad, con la total certeza de conocer su destino. Casi todos se dirigían hacia el este. Sin embargo, hasta que no cesó aquella brutal migración (se llegaron a contar varios centenares), nadie tuvo la menor sospecha del destino real de las entidades errantes. Se especuló con el castillo de Ylourgne, al otro lado del bosque poblado de licántropos, en las colinas arboladas de Averoigne. Una execrable casta de barones malvados y saqueadores, ya extinta, lo había fundado sobre un enorme y escarpado peñasco; era un paraje que incluso evitaban las cabras montesas. Se decía que los ominosos espectros de sus señores transitaban turbulentamente por las ruinosas estancias, que las damas eran vampiresas. Nadie vivía en las inmediaciones; el punto habitado más próximo era un pequeño monasterio cisterciense, a más de una milla, en la vertiente opuesta del valle. Los monjes de tan austera comunidad apenas si se relacionaban con el mundo más allá de las colinas; asimismo, recibían muy pocas visitas. Ahora bien, durante aquel terrible verano de las desapariciones, por todo Averoigne circuló una extraña e inquietante historia. A finales de la primavera, los monjes presenciaron varios fenómenos acaecidos en las largamente abandonadas ruinas del castillo, las cuales se podían observar desde las ventanas del monasterio. Habían visto palpitar brillantes luces en un lugar en el que no tenía que haber ninguna: enigmáticas llamas azules y carmesíes que se estremecían detrás de las destrozadas saeteras o entre las melladas almenas, alzándose hacia el cielo estrellado. Se habían oído terribles sonidos procedentes de las ruinas, mezclados con el crepitar de las llamas; también los monjes habían percibido un fragor de yunques y martillos infernales, como el resonar de enormes armaduras y mazas. Por eso consideraban que Ylourgne había devenido una madriguera del Mal. El valle se llenó de un hedor mefítico, mezcla de azufre y carne chamuscada. Y aun en pleno día, cuando cesaban los sonidos y el resplandor de luces, entre los derruidos bastiones semejaba filtrarse una tenue neblina azulada. Para los monjes era evidente que el castillo lo ocupaban seres de los submundos infernales, puesto que no habían visto acercarse ni rondar a nadie por los andurriales. A la vista de estas señales del Archienemigo, se persignaban con renovado fervor y contumacia, y pronunciaban sus padrenuestros y avemarías con más devoción que nunca. Asimismo, redoblaron sus fatigas y austeridad. Por otro lado, como hacía muchos siglos que nadie habitaba en el castillo, no les cupo la menor duda de quiénes eran los actuales inquilinos. Por eso creyeron conveniente no inmiscuirse, a menos que se vieran claramente hostigados. Permanecieron constantemente alerta, pero durante varias semanas no tuvieron indicios de que nadie hubiese entrado ni salido de la fortaleza de Ylourgne. Las únicas pruebas de vida, ya fuese humana, ya diabólica, eran las luces y los ruidos nocturnos, y el azulado vapor durante el día.
Pero una mañana, debajo de las ajardinadas terrazas del monasterio, en el valle, dos hermanos que escardaban las malas hierbas de una huerta con zanahorias contemplaron el desfile de una peculiar comitiva de gente que procedía del gran bosque de Averoigne. Se encaminaban hacia la cima de la empinada colina en dirección al castillo de Ylourgne. Afirmaron los monjes que aquella gente marchaba con apresuramiento, con pasos rígidos pero decididos; además, todos manifestaban unas facciones extrañamente pálidas y llevaban los atavíos con que se viste a los muertos. Las mortajas estaban harapientas y hechas jirones, todos iban sucios, polvorientos como si hubieran seguido un largo y constante itinerario. Venían en grupos que sumaban aproximadamente una docena, y detrás, a ciertos intervalos, les seguían varios rezagados, todos con el mismo aspecto desastrado. Con inaudita rapidez y agilidad, remontaban la colina y desaparecían entre las barbacanas del castillo.
Por aquel entonces, los monjes aún desconocían los rumores de las tumbas y sepulcros profanados. No se enteraron hasta tiempo después, cuando ya llevaban muchas mañanas presenciando desde lejos el desfile de pequeños o grandes grupos de muertos en dirección al castillo. Los habían visto pasar a centenares, y muchos más que debieron de entrar en plena oscuridad. No obstante, no se había visto salir a nadie de Ylourgne, se los había tragado como un pozo insondable. Pese a dominarles el terror y la consternación, los monjes consideraron necesario hacer algo. Los más resueltos, indignados ante todas aquellas manifestaciones demoniacas, deseaban visitar el castillo provistos de agua bendita y crucifijos. Ahora bien, el abad, hombre sabio y prudente, les ordenó que aguardasen. Mientras tanto, las llamas nocturnas devinieron más brillantes y los sonidos aumentaron. Asimismo, en el compás de espera, en medio de las constantes plegarias de la comunidad acaeció un hecho espantoso. Theophile, uno de los monjes, contraviniendo la férrea disciplina de la orden, había efectuado numerosas visitas a las barricas de la bodega, sin duda para apaciguar el terror que le producía aquella situación. Desafortunadamente, en su embriaguez se despeñó por uno de los precipicios y se rompió el cuello.
Compadeciéndose del triste final y de su humana flaqueza, los hermanos llevaron el cuerpo de Theophile a la capilla y cantaron una misa por su alma. Las plegarias en las horas que preceden al amanecer fueron interrumpidas por la increíble resurrección del monje. A pesar de seguir con el cuello roto, se alzó, salió de la capilla como alma que lleva el diablo; se dirigió hacia la falda de la colina y, desde allí, fue hacia el castillo de Ylourgne, en el que por supuesto ardían las llamas y sonaban los hórridos ruidos.
Después de tales acontecimientos, Bernard y Stephane, dos de los hermanos que habían mostrado su intención de visitar el castillo, lo solicitaron de nuevo al abad alegando que, sin lugar a dudas, Dios los asistiría en su venganza por el rapto del cuerpo del hermano Theophile y de cuantos otros cuyo reposo se había perturbado. Admirado por la firme determinación de aquellos dos monjes que deseaban acometer al demonio en su propia guarida, el abad consintió. Les proveyó de hisopos y frascos con agua bendita, así como grandes cruces de cedro como el usado para fabricar las mazas de los caballeros. Bernard y Stephane se encaminaron resueltamente hacia Ylourgne al alba con la intención de asaltar la guarida maldita. Las piedras y la resbaladiza cuesta dificultaban la subida. Pero ambos eran fuertes y ágiles, acostumbrados a aquella clase de marcha. El día era seco y sin aire, el sudor pronto impregnó sus prendas. Sin embargo, sólo se detuvieron para una breve oración.
Enseguida alcanzaron el castillo. No se advertía presencia ni actividad en sus grises y desgastadas murallas. El profundo foso, otrora lleno de agua, estaba seco, parcialmente cubierto de maleza, tierra y detritus de los muros. El puente levadizo estaba caído, pero de la barbacana se habían desprendido tantos bloques de piedra que formaban una especie de camino sobre el que se podía transitar. No sin inquietud, los crucifijos enhiestos cual armas empuñadas por guerreros al asalto de una fortaleza, cruzaron las ruinas de la barbacana y penetraron en el patio principal, en apariencia también desierto. Su pavimento estaba levantado por los troncos y raíces de árboles diversos, por maleza y arbustos. La elevada y enorme torre del homenaje, la capilla y la zona cubierta donde se hallaba el gran vestíbulo, conservaban la estructura pese a siglos de deterioro. A la izquierda de la muralla exterior, una puerta bostezaba como la boca de una caverna en la escarpada masa de la estructura que albergaba el vestíbulo. De la apertura emanaba un vapor muy sutil y azulado que se retorcía en fantasmagóricas espirales hacia el cielo sin nubes. Al aproximarse al umbral, los hermanos divisaron el intenso brillo de llamas rojas como los ojos de un dragón que arden en las profundidades del infierno. Aquel lugar era una avanzadilla del averno, una antesala del Tártaro. Aun así, penetraron resueltamente, entonando exorcismos en voz alta y empuñando sus cruces en actitud desafiadora.
Al entrar se encontraron totalmente a oscuras, a causa de la intensa luminosidad exterior. Poco a poco se acostumbraron a la penumbra. Y fue entonces cuando presenciaron un monstruoso panorama plagado de detalles grotescos y terribles. Algunos de ellos eran enigmáticos e inquietantes. Otros, demasiado explícitos, se grabaron a fuego en la mente de los clérigos. Se plantaron en el umbral de una sala enorme que daba la sensación de haberse construido derribando los pisos superiores y las separaciones que mediaban entre el vestíbulo, ya de por sí enorme, y las salas adyacentes. La cámara semejaba retroceder por culpa de una inabarcable sombra, asaeteada por los rayos solares que se filtraban entre las grietas de los muros, pero la luz exterior era incapaz de derrocar el dominio de aquellas infernales tinieblas. Posteriormente, los hermanos aseguraron haber visto a muchas personas rondando el lugar con varios demonios; algunos eran sombras colosales, otros apenas si se diferenciaban de los hombres.
Aquellas personas, junto a unos servidores, estaban ocupadas en atender hornos reverberatorios y recipientes abombados en forma de calabaza, como los que se usan para la alquimia. Asimismo, varios estaban inclinados como brujos sobre calderos humeantes, encargados de preparar infames brebajes. Junto al muro opuesto había dos tinas grandiosas hechas de piedra y ladrillo cuyos bordes circulares superaban la altura de un hombre. Por ese motivo, ni Bernard ni Stephane pudieron atisbar su contenido. Una de las tinas desprendía un fulgor blancuzco; la otra, una rojiza luminosidad. Cerca de las tinas, más o menos a media distancia, había una especie de litera o diván de tejido muy caro, bordado con extraños motivos a la manera de los sarracenos. Uno de los monjes discernió sobre él a un ser de pequeñas proporciones, tez pálida y marchita, mirada intensa en puntos prendidos cual malévolo berilo en la oscuridad. El enano, que daba la impresión de hallarse en los últimos estertores de agonía, vigilaba las actividades de los hombres y sus familiares.
Los sorprendidos ojos de los hermanos comenzaron a captar otros detalles. Vieron que varios cadáveres, entre los que reconocieron al del infortunado Theophile, yacían en medio del suelo junto a un manojo de huesos arrancados de sus articulaciones y grandes trozos de carne apilada a la manera de los carniceros. Uno de los hombres tomaba huesos y los dejaba caer en un caldero debajo del cual ardían llamas carmesíes. Otro iba arrojando trozos de carne a un tubo lleno de una sustancia incolora que producía el sonido sibilante de un centenar de serpientes. Otros habían rasgado la mortaja de uno de los cadáveres, prestos a descuartizarlo con cuchillos muy largos. Otros seguían amontonando grandes tramos de peldaños junto a los laterales de las tinas o llevando recipientes con sustancias espesas que vertían en los depósitos.
Apabullados por aquel panorama, y con una indignación más que justificada, los monjes reanudaron sus salmodias de sonoros exorcismos y penetraron en la estancia. Ahora bien, pareció como si su irrupción hubiera pasado inadvertida. Pero Bernard y Stephane, presas de una cólera divina, estaban a punto de abalanzarse sobre los carniceros que habían comenzado a dar cuenta del cadáver. Habían reconocido el cuerpo, que no era otro que el de Jacques Le Loupgarou, notorio malhechor que había muerto pocos días antes tras un combate con los soldados. Famoso por su astucia y ferocidad, Le Loupgarou, había sido el terror de los bosques y los caminos de Averoigne. Los espadas del condestable habían dado buena cuenta de sus vísceras; la sangre seca de una terrible herida que iba de la sien a la boca le había acartonado y teñido la barba. Había perecido sin confesarse, pero los monjes estaban resueltos a impedir que su indefenso cadáver se usara para propósitos impíos.
El enano enfermo y de mirada maligna se percató de la presencia de los clérigos. Alzó su voz en un tono agudo e imperioso que anuló el abominable siseo de los calderos y el áspero murmullo de hombres y demonios. Sus palabras eran ininteligibles, sonaban como pronunciadas para formular un hechizo. Súbitamente, como si obedecieran una orden, dos de los hombres desatendieron sus tareas de alquimia; asieron sendas jofainas de cobre que contenían un líquido tan misterioso como fétido y lo arrojaron a los rostros de Bernard y Stephane, cegados por aquella sustancia corrosiva que mordió su carne como los colmillos de un millar de víboras. Al poco, los hediondos efluvios obraron en sus cerebros y se desplomaron, inconscientes, sobre el suelo.
Tras volver en sí, descubrieron que tenían las manos atadas férreamente; ya no podían empuñar los crucifijos ni los hisopos. La irritante voz del enano les instó a levantarse. Con torpeza y dificultad por estar maniatados, obedecieron. Bernard, todavía bajo los nocivos efectos del vapor, se cayó dos veces hasta que logró mantenerse erguido. Tales problemas suscitaron la hilaridad general, los brujos se rieron obscenamente de él. El enano los provocaba y ofendía con blasfemias tan tremendas que sólo las podría pronunciar una criatura muy próxima a Satán. Posteriormente, los hermanos juraron que les dijo:
—Retornad a vuestra perrera, cachorritos de Ialdabaoth, y transmitid este mensaje a vuestros amos: los que acudieron a este lugar como muchos saldrán como uno solo.
Acto seguido, obedeciendo a un inquietante mandato del enano, dos servidores infernales y desproporcionados se dirigieron a los cadáveres de Le Loupgarou y del hermano Theophile. Uno de los demonios, como un vapor que se filtra en un pantano, penetró por los ensangrentados orificios nasales del malhechor; fue desapareciendo pulgada a pulgada, hasta que su cabeza astada y bestial se volatilizó. El otro engendro hizo lo propio a través de la nariz del hermano Theophile, cuya cabeza yacía inverosímilmente ladeada sobre su hombro a causa del cuello roto. Y cuando se completó la posesión infernal, los cuerpos, de un modo horripilante, se pusieron en pie, uno mostrando sus terribles heridas y el otro con la cabeza inclinada sin sujeción sobre el pecho. Así, animados por los demonios, los cadáveres asieron las cruces de Stephane y Bernard, y blandiéndolas cual cachiporras sacaron del castillo a los monjes del modo más ingnominioso, en medio de las aullantes carcajadas del enano y el resto de la horda infernal. El desnudo cadáver de Le Loupgarou y el de Theophile, todavía con los hábitos de la orden, los siguieron hasta los abruptas y resbaladizas laderas de Ylourgne, propinando tal suerte de golpes con las cruces que llenaron de sangrantes hematomas las espaldas de los dos hermanos cistercienses.
Ningún otro monje tuvo intención de repetir la aventura después de aquel episodio tan humillante. En cambio, todo el monasterio triplicó sus mortificaciones, la austeridad, las plegarias. En espera de que la inextricable voluntad de Dios quisiera intervenir, mantuvieron una fe sólida, si bien algo destemplada por la inquietud. Mientras tanto, después de que los cabreros visitasen el monasterio y se enteraron de lo acontecido, la historia de Stephane y Bernard se expandió por todo Averoigne y alimentó todavía más la alarma causada por la inaudita fuga de los cadáveres. Nadie tenía la menor idea de lo que pasaba en el castillo encantado ni del motivo de haber secuestrado a centenares de cuerpos sepultos. Si bien el relato de los monjes alentó ciertas especulaciones, se lo consideraba demasiado terrorífico y poco concluyente, y la advertencia del enano excesivamente críptica. Ahora bien, todo el mundo estaba convencido de que en el interior de las ruinas de la fortaleza se tramaba una catastrófica amenaza, algún hechizo infernal. Enseguida se identificó al enano maligno como a Nathaire, el perverso y desaparecido brujo, y los sirvientes como a sus alumnos.
Recluido en su buhardilla, Gaspard du Nord, aprendiz de brujo y alquimista, otrora alumno de Nathaire, intentó afanosamente, pero en vano, consultar el espejo con el marco de víboras. El vidrio siguió oscuro, nublado por vapores que emanaban de satánicos o nigrománticos braseros. Débil, demacrado por incontables noches en vela, sabía que Nathaire estaba más en guardia que él. Observando con ansiosa intensidad la configuración general de los astros, en ellos leyó claramente que negros presagios se cernían sobre Averoigne. No obstante, la naturaleza del mal estaba difusa. Mientras tanto, había tenido lugar la abominable migración de los cadáveres. Todo Averoigne se estremecía a causa de semejante espectáculo. El terror penetró en las casas como las Siete Plagas de Egipto, cualquier nueva atrocidad se comentaba en susurros, por temor a levantar la voz. Los comentarios también llegaron a Gaspard. Y cuando semejaba que todo había concluido, se tuvo noticia de la increíble historia de los cistercienses.
Fue entonces cuando el tenaz Gaspard encontró un indicio de lo que buscaba. El brujo y sus acólitos por fin habían revelado dónde se ocultaban; los muertos que habían desaparecido eran la señal que mostraba claramente el camino. Pero incluso para el perspicaz Gaspard seguía latiendo un enigma: la auténtica naturaleza del hechizo que estaba preparando Nathaire en su apartado refugio. Sólo estaba seguro de una cosa, que al repugnante enano le quedaba poco tiempo de vida y que, para saciar el odio que profesaba a las gentes de Averoigne, preparaba un encantamiento enorme, sin parangón. Pese a estar al corriente de las inclinaciones de Nathaire, de saber que poseía profundos e inabarcables conocimientos sobre arcanos y ciencias ocultas, sólo podía especular sobre lo que preparaba el moribundo enano. Sin embargo, conforme transcurría el tiempo, intuyó una opresión cada vez mayor, el presagio de que la parte oscura del mundo estaba a punto de iniciar un monstruoso ataque. Aquella sensación lo acompañaba de continuo. Finalmente, menoscabando los intrínsecos peligros de la aventura, resolvió efectuar una secreta visita a los actuales moradores de Ylourgne.
Aunque provenía de una familia acomodada, aquella devoción por las ciencias ocultas hizo que su padre lo expulsara de casa. Los únicos ingresos de que disponía eran minúsculas cantidades de monedas que, en secreto, recibía de su madre y su hermana. Con aquello se preparaba frugales comidas, pagaba el alquiler y adquiría unos pocos libros, instrumentos y sustancias con las que elaborar pócimas, pero no le alcanzaba para un caballo o una mula para acometer aquel viaje de más de cuarenta millas.
Impertérrito frente a tamaña adversidad, partió a pie, provisto solamente de una daga y un talego con algo de comida. Programó el itinerario de modo que llegaría a Ylourgne a la caída de una noche con luna llena. Gran parte del trayecto lo efectuó por el gran bosque que llegaba hasta los mismísimos muros orientales de la ciudad de Vyones y que describían un sombrío arco desde Averoigne hasta la abrupta entrada del valle rocoso que se extendía debajo de Ylourgne. Unas millas más adelante, salió de una frondosa zona de pinos, robles y alerces. Y por primera vez desde su salida, pudo seguir el río por un sendero abierto y fácil de transitar. Pasó la cálida noche estival bajo un haya, cerca de un villorrio, sin importarle dormir al raso en unos parajes supuestamente frecuentados por lobos, ladrones y otras criaturas de siniestra reputación.
Al atardecer del segundo día, después de superar las marcas más antiguas y profundas del bosque inmemorial, llegó a la entrada del rocoso y profundo valle. En él nacían las fuentes del Isoile; allí apenas si era un mero riachuelo. Bajo la tornasolada luz del crepúsculo, entre la puesta del sol y el alzamiento de la luna, contempló las luces del monasterio cisterciense. Y en la vertiente opuesta, sobre los amontonados, resbaladizos y abruptos peñascos, la siniestra y desastrada masa de Ylourgne, con las macilentas y nigrománticas llamas ardiendo detrás de las elevadas saeteras, únicos indicios de que estuviera habitado. En ningún momento percibió los lúgubres sonidos mencionados por los monjes.
Gaspard aguardó hasta que la oronda luna, amarillenta como el ojo de una inmensa ave nocturna, hubo comenzado a asomar sobre el penumbroso valle. A continuación, con suma cautela, se dirigió hacia la vasta mole del sombrío castillo. Incluso a la luz de aquella luna, semejante ascensión habría puesto en serios aprietos a escaladores avezados. En varias ocasiones, hallándose en el fondo de una enhiesta colina, estuvo a punto de tener que dar marcha atrás. Y a menudo sólo las robustas matas y los espesos brezos lo salvaron de la mortal caída. Exhausto, las prendas hechas jirones, las manos llagadas y sangrantes, alcanzó la cima, justo debajo de los muros.
Descansó hasta recuperar el aliento y parte de las flaqueantes fuerzas. Desde aquella privilegiada posición observó el pálido reflejo de las llamas ocultas que latían en lo alto de las paredes interiores de la torre del homenaje. Discernió el amalgamado rumor de sonidos confusos cuya distancia y procedencia fue incapaz de determinar: ora parecían emanar del subsuelo, de los negros cimientos, ora del mismísimo subsuelo, de las profundidades de la colina. Pero aparte de aquel indeterminado rumor, en la noche imperaba la más absoluta tranquilidad. Incluso los vientos daban la impresión de evitar los baluartes. Una nube difusa e incorpórea aferraba las cosas hasta inmovilizarlas totalmente. Y la luna pálida, patrona de brujas y hechiceros, destilaba su verdosa ponzoña sobre las castigadas torres en medio de un silencio más antiguo que el mismísimo tiempo.
Cuando reanudó su camino hacia la barbacana, Gaspard acusó la obscena y tenaz carga de algo más pesado que su propia fatiga. Telarañas invisibles de un mal en perpetuo acecho parecían interponerse en su camino. El lento y molesto batir de alas intangibles le azotó el rostro. Le dio la impresión de inhalar un aire surgido de cavernas y criptas condenadas por la corrupción. Distinguió aullidos inaudibles que se acercaban y se alejaban, unas manos desaprensivas parecieron empujarle hacia atrás. No obstante, inclinando la cabeza hacia delante, como luchando contra una galerna, prosiguió hasta escalar el montículo amorfo en que había devenido la barbacana y penetró en el patio infestado de hierbajos.
No se veía a nadie. Las sombras bañaban gran parte de muros y torrecillas. Cerca, entre los montones de cascajos que flanqueaban las paredes exteriores, Gaspard descubrió el portal abierto y cavernoso que habían descrito los monjes, iluminado por un fulgor fantasmagórico, lívido y siniestro como el de las luces en una ciénaga. Del portal emanaban aquellos murmullos, ahora impreciso vocerío. En el interior iluminado, creyó ver unas figuras oscuras, llenas de hollín, moviéndose con rapidez. Siempre procurando avanzar entre las sombras, merodeó por todo el patio describiendo una especie de círculo entre las ruinas. No osó aproximarse a la entrada para evitar que lo descubriesen, aunque más bien parecía que nadie vigilase.
Se fue a la torre del homenaje. En el muro superior, la pálida luz refulgía de modo oblicuo por una especie de grieta en el gran edificio adyacente. La abertura quedaba a bastante altura del suelo, antiguamente debía de haber formado parte de la puerta de un balcón enlosado. Una hilera de peldaños fragmentados conducía hacia lo alto de la pared, hasta los maltrechos despojos del balcón. Se le ocurrió subirse para poder examinar el interior de Ylourgne sin que lo descubriesen. Faltaban varios peldaños, las tinieblas los impedían ver. Gaspard ascendió con suma cautela; en una ocasión se detuvo con el corazón desbocado cuando un fragmento de piedra cedió ante la presión de su pie y fue a parar al suelo del patio. Por lo visto los inquilinos no lo oyeron o hicieron caso omiso; poco después continuó subiendo.
Poco a poco se acercó a la gran y desastrada abertura por donde brotaba la luz. Agachado sobre un estrecho alféizar, único vestigio del balcón, contempló un espectáculo horrible y sorprendente cuyos detalles eran tan asombrosos, que no los comenzó a asimilar hasta muchos minutos después. Comprobó que el relato contado por los monjes, deformado por su religiosidad, no tenía nada de exagerado. Prácticamente habían derribado y amontonado el interior para poder ejecutar las prácticas de Nathaire. La demolición en sí consistía en una tarea titánica; para su ejecución debían de haber intervenido una horda de demonios, además de sus diez discípulos. Antorchas, braseros y, sobre todo, el extraño resplandor de las grandes tinas de piedra, iluminaban la vasta de forma irregular. Aunque ocupaba una posición privilegiada, no pudo discernir el contenido de las tinas. Ahora bien, percibió que en el extremo de una emanaba una blancuzca luminosidad y de la otra, una fosforescencia de color carne.
Como discípulo de Nathaire, Gaspard había visto numerosos rituales y sortilegios, además de estar familiarizado con la nigromancia. Hasta cierto límite no era nada escrupuloso ni se echaba a correr porque hubiese visto sombras, figuras de demonios y otras criaturas deambulando por el suelo o surcando el aire de la estancia. Pero un gélido horror le paralizó el corazón cuando reparó en aquella cosa increíble, descomunal, que ocupaba el centro de la planta: un increíble esqueleto humano de más de treinta metros cuyo tamaño superaba el de la planta del viejo vestíbulo. Y hombres y demonios, arremolinados en torno al pie derecho, ¡sin lugar a dudas lo estaban revistiendo con carne humana! Aquella estructura prodigiosa y satánica, minuciosamente construida, con costillas como arcos de una nave infernal, relumbraba como si las soldaduras aún estuviesen calientes. Parecía palpitar y arder con vida inhumana, estremecerse con maligno desasosiego en las mudables luces y sombras de la estancia. Las grandes falanges de los dedos, curvas como garras, daban la sensación de estar prestas a cerrarse sobre cualquier víctima indefensa. Los tremendos dientes estaban dispuestos de tal forma que conferían al rostro una perpetua expresión de crueldad maléfica y sardónica. Las vacías cuencas de los ojos, profundas como hoyas infernales, parecían hervir a causa de innumerables luces como seres primordiales iridiscentes nadando entre sombras obscenas.
Aquella visión había desbordado la exigente capacidad de sorpresa de Gaspard. Posteriormente nunca estuvo seguro de haber visto lo que vio, apenas pudo recordar el modo como acólitos y demonios llevaban a cabo sus tareas de construcción. Criaturas ambiguas y difusas, aladas como murciélagos, se movían con rapidez e iban de las tinas al pie derecho del engendro, donde los obreros se afanaban en su execrable tarea aplicando al hueso del pie un plasma carmesí que luego moldeaban como arcilla. Aunque luego no lo pudo asegurar, Gaspard pensó que las criaturas aladas habían sacado aquel plasma de la tina con el resplandor rosáceo. Y con vasijas, lo llevaban a los obreros para que lo aplicasen pertinentemente. Sin embargo, ninguna de ellas se aproximó a la otra tina, cuya luz se atenuó tanto que pareció a punto de extinguirse.
Buscó la diminuta figura de Nathaire, a quien no podía distinguir entre el tumulto. A menos que ya lo hubiera consumido su extraña enfermedad, sin lugar a dudas el nigromante debía quedar oculto por la mole del colosal esqueleto y acaso dirigiese las tareas de hombres y demonios desde su diván. Estupefacto, no oyó los pasos furtivos y felinos que, a sus espaldas, subían por los desastrados peldaños. Percibió demasiado tarde el chasquido de un nuevo fragmento de piedra desprendido. Pillado por sorpresa, un fuerte impacto lo sumió en la inconsciencia; ni siquiera se apercibió del golpe y de que los brazos de su agresor lo salvaron de una caída inevitablemente fatal.
Cuando volvió de su estancia en la vacuidad del Leteo, los ojos de Gaspard se encontraron con los de Nathaire, aquella mirada de nocturnidad maligna, intensa como las brasas estelares que habían sumido en la perdición a civilizaciones enteras. Durante unos momentos, con los sentidos aún embotados, sólo pudo discernir aquellos ojos que parecían arrancarlo de su anterior desvanecimiento. Aparentemente incorpóreos, o propios de rostros que nada tienen que ver con los seres humanos, le ardían entre caóticas tinieblas. Después pudo ver, gradualmente, las demás facciones del brujo y cuanto acontecía alrededor. Le resultó imposible llevarse las manos a la cabeza, que le dolía terriblemente; se las habían atado fuertemente por las muñecas. Semitendido, apoyado contra unos duros cantos que le presionaban la espalda, su posición era sumamente incómoda. Descubrió que se trataba de una especie de horno para la alquimia y que se hallaba en medio de una pila de objetos desechados que estaban en el piso del castillo: copas, botellas o vasijas con forma de calabaza y cuello estrecho, mezcladas confusamente con libros de tapas metálicas, apilados junto a calderos y braseros cubiertos de hollín.
Sostenido entre cojines carmesíes con arabescos bordados en oro, Nathaire lo miraba fijamemente desde una especie de diván improvisado mediante fardos de alfombras y tapices orientales cuya lujosa ostentación contrastaba grotescamente con los bastos muros, oscurecidos y manchados por el moho. Gaspard percibió tenues luces y malignas sombras que descendían de las invisibles alturas, y un rumor de voces a su espalda. Se giró un poco; vio una de las tinas de piedra cuya rosácea luminosidad enturbiaba el ir y venir de las alas vampirescas.
—Bienvenido —dijo Nathaire después de un lapso en que el estudiante se percató del inexorable deterioro que reflejaban las atormentadas facciones del brujo—. ¡Así pues, Gaspard du Nord ha venido a visitar a su antiguo maestro! —parecía imposible que un individuo en semejante estado pudiera hablar con una voz tan imperiosa como áspera.
—He venido —contestó un lacónico Gaspard—. Decidme, ¿a qué execrable práctica os dedicáis ahora? ¿Qué habéis hecho con los cuerpos que han robado vuestros acólitos?
Como poseído por un espíritu sardónico, el frágil y moribundo cuerpo de Nathaire se convulsionó entre los tapices a causa de violentas carcajadas.
—Si vuestro aspecto no es un espejismo —prosiguió Gaspard cuando cesaron las risotadas--, estáis mortalmente enfermo, os queda poco tiempo para que podáis expiar vuestras malas acciones y hacer las paces con Dios, si es que tal cosa aún es posible. ¿Cuál es la última pócima monstruosa que estáis preparando para asegurar la irremediable perdición de vuestra alma?
La risa volvió a sacudir el diminuto cuerpo del nigromante.
—Vamos, vamos, mi buen Gaspard —dijo finalmente—. He hecho otro pacto mejor que el que hacen otros cobardes plañideros para congraciarse y obtener el perdón del Tirano de los cielos. Si tal es su voluntad, el diablo me llamará a su lado. Pero por ello el infierno ha pagado, y lo seguirá haciendo, un elevado precio. Ciertamente, pronto moriré, pues mi condena está escrita en las estrellas. Pero estando muerto, por la gracia de Satán, reviviré y regresaré con el vigor de Anakim para vengarme de los perros de Averoigne, que siempre me han odiado por mi oscura sabiduría y me han menoscabado por mi corta estatura.
—Pero, ¿qué locura se ha apropiado de vos? —inquirió el muchacho, estupefacto ante el inefable brillo de la mirada de Nathaire.
—No se trata de locura, sino de algo muy auténtico: acaso un milagro, pues la vida misma es un milagro... A partir de los cuerpos perecederos de los muertos, que de otro modo se descompondrían irremisiblemente, mis acólitos y servidores, siguiendo mis instrucciones, están fabricando ese gigante cuyo esqueleto has contemplado. Tras la inminente muerte de mi actual cuerpo, mi alma pasará a esa colosal estructura mediante ciertos hechizos transmigratorios sobre los cuales he instruido convenientemente a mis servidores. Ahora serías partícipe de todos esos prodigios si te hubieras quedado conmigo, en vez de renunciar a las maravillas y los profundos conocimientos que te habría revelado... Y si hubieras llegado un poco antes a Ylourgne, habría usado tus recios huesos y músculos... del mismo modo que los de esos jóvenes, fallecidos por accidente o de forma violenta. Pero ya es demasiado tarde, pues la construcción y el ensamblaje de los huesos ha concluido. Sólo queda revestirlos con carne humana. Mi querido Gaspard, ya no se puede hacer nada contigo salvo apartarte convenientemente de mi camino. Por fortuna, debajo del castillo hay una mazmorra, lugar sin duda inhóspito pero apropiado para ti.
Gaspard apenas si pudo replicar. Mientras su aturdida mente buscaba las palabras apropiadas para responderle, notó que lo sujetaban las invisibles manos de unos seres convocados por Nathaire con un gesto que le había pasado inadvertido. Estaba atado con un tejido fuerte y pesado, mohoso, caduco como una mortaja; lo empujaron haciéndole tropezar con los restos de un extraño objeto y le obligaron a bajar por unos peldaños estrechos que penetraban en el suelo de la estancia. A medida que descendía lo atrapó el nauseabundo hedor de aguas estancadas, como de aceitosas serpientes putrefactas. Le pareció bajar tanto, que comenzó a pensar que jamás retornaría a la superficie. Aumentó la pestilencia, se hizo más insoportable aún. Las oxidadas bisagras de una puerta chirriaron estrepitosamente. Lo arrojaron a un suelo húmedo, desigual como si lo hubiesen hollado infinitud de pisadas.
Percibió el carraspeo de una gran losa de piedra. Le soltaron las muñecas y le retiraron la venda de los ojos. Así, pudo ver la luz de unas antorchas que ardían a través de un orificio circular que se abría a sus pies. Junto al orificio estaba la piedra que habían apartado. Antes de que se pudiera girar para ver los rostros de sus captores, para cerciorarse de si eran hombres o demonios, lo asieron con brusquedad y lo tiraron por el agujero. Cayó a través de la tartárica oscuridad; antes de dar con sus huesos sobre el suelo le dio la impresión de haber bajado una distancia enorme. Medio aturdido en aquel depósito lóbrego y pudibundo, notó que la losa del techo volvía a su lugar.
El agua gélida del depósito despertó los sentidos de Gaspard. Tenía la ropa medio empapada. Apenas moverse un poco, descubrió que tenía el mefítico depósito a un suspiro de los labios. Podía oír el monótono e insistente goteo en medio de la ciega noche de su confinamiento. Se alzó para comprobar, aliviado, que no se había roto ningún hueso. Con suma cautela exploró el lugar. Le caían inclementes gotas sobre el pelo y el rostro. Resbaló en varias ocasiones y chapoteó las aguas nauseabundas. Oyó silbidos vehementes, airados, como si se elevaran incorpóreamente de sus propios talones. No tardó en toparse con un basto muro de piedra. Lo recorrió con las puntas de los dedos, para intentar delimitar las dimensiones de la mazmorra. Era más o menos circular, sin esquinas, esbozó mentalmente un tosco plano de la planta. En algún lugar halló una pila de desperdicios que sobresalían del agua, junto al muro. Decidió quedarse allí, semejaba la zona menos húmeda y fría. Para señorearse del lugar expulsó a varios indignados reptiles. Parecían más bien inofensivos, probablemente alguna variedad de serpientes de agua, pero el muchacho no pudo reprimir un estremecimiento de repugnancia al tocar sus pringosas escamas.
Sentado en la montaña de escombros, reflexionó sobre los últimos acontecimientos y sopesó su grave y extrema situación. Había descubierto el abominable secreto que escondían los muros de Ylourgne, el blasfemo y execrable plan de Nathaire; pero ahora, cautivo en aquel insalubre agujero, enterrado en vida, poco podía hacer, ni tan sólo avisar de la amenaza que se cernía sobre el mundo. Todavía conservaba el talego de comida que se había llevado para su viaje a Ylourgne. Ya había consumido más de la mitad. Asimismo, comprobó que los captores no le hubiesen sustraído la daga. Mientras daba cuenta de un mendrugo de pan seco y acariciaba la empuñadura de su querida daga, buscó una grieta de esperanza en su ubicua desesperación. Le resultaba imposible calcular el paso de las indiferentes horas, que ahora se deslizaban en su existencia con el ciego silencio de un océano subterráneo. La única alteración la causaba el incesante goteo del agua, probablemente de los manantiales que antaño proporcionaban agua a los habitantes del castillo. Sin embargo, el sonido del golpeteo devino tan monótono e implacable que provocó en su mente enfebrecida la alucinación de escuchar las risas impías y perpetuas del Averno. Por fin, presa de un extraño agotamiento, se sumió en un pesado y profundo sopor.
Cuando se despertó no pudo calcular si era de día o de noche. En aquella celda no entraba la más mínima partícula de luz. Con un estremecimiento, se dio cuenta de la corriente de aire que se movía sobre su cabeza: aire pútrido, casi irrespirable, como el de criptas que jamás han visto la luz del sol y que hubiesen despertado a la vida mientras él se había quedado dormido. Aquel hecho le había pasado inadvertido hasta entonces. Lo aturdió la esperanza del súbito descubrimiento. Sin lugar a dudas el aire se colaba por alguna grieta subterránea. Acaso aquella hendidura fuese su salvación. Tanteando con los pies, intentó determinar la dirección hacia la que se movía el viento. Tropezó con algo que cayó, se rompió y estuvo a punto de hacer precipitarlo al hórrido estanque infestado de ofidios.
Antes de ponerse a investigar lo que obstruía su exploración a ciegas, percibió un ruido áspero sobre su cabeza; un halo de luz amarillenta descendió por el orificio del techo. Desconcertado, miró arriba: en lo alto, a cuatro o cinco metros, una mano pasaba por el agujero una antorcha encendida. Poco después, atado al extremo de una cuerda, bajaba un cesto con un trozo de carne y una botella de vino. Gaspard cogió el vino y el pan; el cesto remontó las alturas. Antes de que retirasen la antorcha y volvieran a correr la losa sobre el agujero, pudo echar una rápida ojeada a la mazmorra. La planta era irregularmente circular, de unos cinco o seis metros de diámetro. Lo que le había hecho tropezar era un esqueleto humano que yacía a medias sobre los escombros y a medias en las aguas. Tenía un acentuado color marrón, podrido por el tiempo, las prendas desgajadas por el moho. Los muros estaban llenos de golpes, castigados por siglos de humedad y escasa ventilación, la piedra parecía haber entrado en un lento pero ineludible proceso de desintegración. En el lado contrario, al fondo, descubrió la apertura que había intuido: una pequeña boca, apenas más ancha que la entrada de una madriguera de zorro, por la que circulaba el agua. El corazón le dio un vuelco: si había más profundidad de la que aparentaba, quedaría suficiente espacio para que pasara un cuerpo humano. Exaltado en medio de su desesperanza, retornó al mismo punto donde estaba cuando retiraron la luz. Aún llevaba en las manos el trozo de carne y la botella de vino. Mecánicamente, asaltado por un hambre repentina, se puso a comer.
Se sintió con más vigor; y el áspero vino de mesa lo reconfortó, acaso también le inspiró la idea que tuvo poco después. Al terminar la botella, se dirigió hacia la apertura. Ahora la corriente de aire parecía más fuerte, lo que consideró buen augurio. Desenvainó la daga y se puso a picar en el muro semipodrido para ensanchar la boca. Se tuvo que arrodillar en el cieno; y mientras trabajaba, las repugnantes serpientes de agua, con sus respulsivos siseos, le reptaban entre las piernas. Sin lugar a dudas, aquel agujero era su acceso para entrar y salir de la mazmorra. La piedra cedía con facilidad a la acción de la daga. Ante la cada vez más factible posibilidad de escape, aumentó la entereza de Gaspard. Resultaba imposible calibrar el grosor del muro, o la naturaleza y la situación del lugar donde se hallaba. Aun así, tuvo la corazonada de que algún conducto lo llevaría al exterior.
Cavó continuamente el muro durante horas y horas, quizá días, apartando los escombros, que caían en el agua. Poco después, boca abajo, se arrastró por el boquete ensanchado. Escarbando cual laborioso topo, avanzó paso a paso, afanosamente. Y al final, produciéndole un inefable alivio, la punta de la daga hendió el aire. Con las manos apartó los últimos restos de piedra que obstaculizaban su avance. Luego, reptando en las tinieblas, descubrió que se podía poner erecto sobre una especie de suelo firme.
Estirando los agarrotados miembros, se movió con suma cautela. Se hallaba en una cripta o túnel estrecho cuyos lados podía tocar simultáneamente con la punta de los dedos. El suelo se inclinaba hacia abajo y la profundidad del agua se incrementó, primero hasta las rodillas y después hasta la cintura. Lo más probable era que, antaño, aquel lugar se hubiera usado como salida subterránea del castillo. Y el techo, al caerse, había estancado el agua.
Casi al borde del desespero, Gaspard comenzó a dudar si no habría salido del fuego para caer en las brasas. No se percibía el menor atisbo de claridad y la corriente de aire, aunque fuerte, venía saturada de malsana humedad, como la atmósfera estancada de un millar de criptas. Tocando alternativamente los lados del túnel a medida que se internaba en las aguas encontró un ángulo que, de forma brusca, se abría a su derecha. Era la entrada de otro pasillo que se cruzaba en el que las aguas estaban como mínimo al mismo nivel y no seguían descendiendo inexorablemente. Se puso a explorar el pasaje; dio con el inicio de unos peldaños que ascendían. Los comenzó a subir, hasta que al poco estuvo pisando piedra seca. Los peldaños, estrechos, irregulares, en mal estado, sin pasamanos, daban la impresión de una eterna espiral que se retorciera inexorablemente en las entrañas de Ylourgne. Le llegaba un hálito de aire estancado, pútrido. Sin duda no era el origen de la corriente que Gaspard había empezado a seguir. Ignoraba adónde se dirigía, si se trataba de la misma escalera por donde lo habían llevado a la mazmorra. Aun así, siguió subiendo resueltamente, sólo se detenía de vez en cuando para recobrar el aliento lo mejor que podía en aquella atmósfera de miasmas infernales.
A lo lejos, en las tinieblas compactas, en un tramo muy adelantado, comenzó a notar un sonido amortiguado: un débil pero constante rugido como si se desmoronaran enormes bloques de piedra. De un modo que no supo explicarse, aquel sonido le resultaba ominoso, le dio la sensación de que se estuvieran conmoviendo muros invisibles a su alrededor; los peldaños que iba pisando también vibraban. Continuó subiendo con redobladas precauciones, parándose a cada momento por si había alguna novedad. El sonido devino más claro, más ominoso, como si lo tuviera exactamente encima de la cabeza. Gaspard se quedó inmóvil durante varios minutos, temeroso de proseguir. Finalmente, con desconcertante brusquedad, cesaron los sonidos. La calma imperante le pareció todavía más ominosa que el fragor de la piedra cayéndose.
Se entregó al juego de las estériles conjeturas, sin llegar a determinar la probable causa de aquellos ruidos; cansado de esperar, siguió subiendo. Sin embargo, al poco volvió a percibir nuevos sonidos: un atenuado y reverberante coro de voces entregadas a una especie de ritual o misa satánica cuyas cadencias ora semejaban cantos fúnebres, ora peanes triunfales. Mucho antes de que comprendiera lo que decían, se estremeció ante las crecientes vibraciones que producían las voces, sometidas a un monótono y calculado ritmo que subía y bajaba como el latido cardiaco de un engendro colosal y demoniaco.
Por enésima vez los peldaños se torcieron en su tortuosa espiral. La macilenta claridad que distinguió arriba le hizo parpadear violentamente. El coro de voces lo agredió con un torrente de sonidos todavía más intensos. Conocía aquellas palabras, empleadas en hechizos excepcionales y poderosos; sólo las usaban los brujos que perseguían un propósito extremadamente malvado. Remontó los últimos peldaños habiendo averiguado ya lo que sucedía entre las ruinas de Ylourgne. Elevando la cabeza cautelosamente sobre el suelo del castillo, vio que las escaleras concluían al final de una lejana esquina de la gran estancia en la que había descubierto la inconcebible creación de Nathaire. Ante él se extendía la maltrecha mole del castillo, iluminada por un extraño brillo en el que se mezclaban los rayos de la luna y las lenguas multicolor del carbón que aún ardía en los braseros nigrománticos.
Durante unos instantes, la luna llena en toda su intensidad pilló a Gaspard desprevenido en medio de las ruinas. Gracias a ello, descubrió que casi todo el muro interior del castillo que daba al patio había sido derribado. Para llevar a cabo una labor tan ingente habría sido necesario el concurso de fuerzas sobrehumanas, alentadas por la brujería, sin duda aparecidas tras la invocación de aquellas voces que había percibido mientras remontaba la escalera. Se le heló la sangre cuando se percató del auténtico propósito que había movido a emprender aquella acción.
A tenor de la fase lunar y su posición, resultaba obvio que su cautiverio y fuga habían durado un día y parte de la noche anterior. La eléctrica fosforescencia de las grandes tinas había desaparecido. El diván con los motivos sarracenos en el que descansaba el agónico brujo estaba ahora prácticamente oculto tras las columnas de humo de los braseros e incensarios entre los cuales los diez discípulos de Nathaire, ataviados de rojo y negro, habían efectuado su horrendo y repugnante rito con la maléficamente calculada letanía. Con mucho miedo, propio de quien se topa con una presencia surgida de las entrañas del Averno, Gaspard contempló el cuerpo inerte del coloso, presa de un ciclópeo sopor. Ya no consistía en un mero e inmenso esqueleto: enormes músculos y tendones moldeaban las extremidades, propias de un gigante bíblico; los dorsales eran como un muro infranqueable, los deltoides del poderoso pecho, anchos como una meseta; las manos podrían haber hecho fosfatina varios cuerpos a la vez... Ahora bien, el rostro del engendro, contemplado a la luz de la luna, manifestaba la mismísima expresión de Nathaire, ampliada un centenar de veces pero manteniendo toda su desenfrenada locura y malignidad.
El ancho torso semejaba subir y bajar. Por un instante, Gaspard percibió el inequívoco sonido de una poderosa respiración. El ojo que podía ver de perfil estaba cerrado, pero el párpado semejaba temblar como una gran cortina, como si el monstruo estuviera a punto de despertarse. Y la mano extendida, con dedos pálidos y amoratados como una fila de cadáveres, se convulsionó violentamente sobre las piedras del castillo. Un horror insoportable apresó la mente de Gaspard. Aun así, no estuvo dispuesto a retirarse a las profundidades de las que había escapado. Con un terror insano, se fue desplazando por la esquina, procurando ampararse en la sombra que proyectaba el muro del castillo.
Mientras avanzaba, entre las humeantes cortinas de los braseros, distinguió el diván y el cuerpo de Nathaire hundido sobre él, pálido, inmóvil, como si estuviera muerto o hubiera entrado en la última fase de la agonía. Pero entonces se volvieron a alzar las satánicas voces, los vapores se reanimaron como etéreas columnas triunfales del infierno, y el diván y su ocupante quedaron ocultos una vez más. El aire estaba saturado con una especie de desenfrenado vasallaje. Gaspard notó que estaba a punto de realizarse la inicua transmigración, evocada e invocada por la incesante letanía, o acaso ya había hubiera sucedido. Creyó que el gigante se empezaba a mover como una persona que dormita. La incongruente mole se interpuso entre el muchacho y los acólitos. Por fortuna no habían reparado en él y decidió moverse con rapidez. Llegó al patio sin que nadie se interpusiera en su camino ni notaran su presencia. Y entonces, sin mirar atrás, corrió como alma que lleva el diablo por las empinadas y abruptas laderas de Ylourgne.
Aunque ya hubiera terminado la diáspora de cadáveres, imperaba una atmósfera de terror generalizado; en Averoigne se estancaron las sombras del miedo infernal. En los cielos se mostraron signos extraños, onerosos portentos que mudaron su aspecto: meteoros llameantes que cayeron allende las colinas orientales; un cometa, muy al sur, anuló el brillo de las estrellas durante varias noches hasta que se dignó desaparecer, aunque sembró entre los hombres un campo de tremendas profecías y pavorosos oráculos que nada bueno presagiaban. Durante el día el aire era irrespirable, opresivo; una insistente palidez impedía que los cielos sin nubes estuvieran azules. Y en los distantes horizontes se percibía el fragor del trueno entre las nubes, maltratadas por los relámpagos lanzados por algún titán inmisericorde. Entre el ganado se percibía una tremenda pestilencia. Tales prodigios y calamidades infligieron todavía más pesar en las almas del pueblo, que se pasaba el día temiendo la cólera del infierno. Pero solamente Gaspard du Nord conocía la auténtica naturaleza de la amenaza que se cernía sobre el mundo. En su huida hacia Vyones bajo la luz de la luna, con la sensación de que en cualquier instante oiría los pasos del gigante, pensó en la inutilidad de avisar a las poblaciones. Se preguntó dónde se podrían esconder los hombres de aquel ser tan horrendo que visitaría a los mortales como la amenaza de la ira de Anakim sobre el mundo todo.
Así pues, durante aquella noche y todo el día siguiente, Gaspard du Nord, con el jubón manchado con el cieno seco de la mazmorra y hecho girones, se internó en los espesos bosques poblados de bandidos y licántropos. Mientras corría, la decadente luna proyectaba sus rayos sobre los sombríos y retorcidos troncos de los árboles. Al final, lo sorprendieron las pálidas flechas de luz del amanecer. El sol de mediodía se cebó en él implacablemente como metal fundido por la luz; el sudor volvió a impregnar sus manchadas y raídas prendas. Y sin embargo, en su carrera alocada, como presa de una pesadilla interminable, comenzó a urdir un plan del que nació una incipiente esperanza.
En el ínterin, algunos monjes del monasterio cisterciense, mientras contemplaban los grises muros de Ylourgne poco antes del alba durante sus cotidianas tareas de vigilancia, fueron los primeros que, después de Gaspard, pudieron contemplar la monstruosa abominación creada por los nigromantes. Seguramente su relato lo tiñeron de cierta exageración piadosa; no obstante, juraron que el gigante surgió bruscamente, elevándose sobre la ruinosa barbacana, que le quedaba por debajo de la cintura, entre espirales de humo y bolas de fuego erupcionadas por Malbolge. La cabeza quedaba a la misma altura que la torre del homenaje y el brazo derecho, estirado, se cernía como una nube inmensa capaz de eclipsar al poderoso sol. Hincados de hinojos, creyeron que se trataba del advenimiento del Archienemigo, que se servía de Ylourgne como puerta de acceso desde su morada. A contnuación, todo el valle percibió el poderoso trueno causado por una risa demoniaca. Y el gigante, superando la barbacana con una pequeña zancada, comenzó a descender por la abrupta y pronunciada ladera de la colina. Sus características, propias de un alma perversa imbuida de ira y malicia hacia los descendientes de Adán y Eva, se hicieron más y más nítidas a medida que se aproximó. Los mechones lacios del cabello refulgían como una desenfrenada horda de pitones negras. La piel desnuda, amoratada y pálida, era la misma que tienen los muertos. Sin embargo, los miembros del coloso palpitaban y se movían llenos de vida. Los ojos le brillaban como inconmensurables calderos calentados por las perennes llamas del Averno. El rumor de su llegada se extendió por todo el monasterio con la rapidez y devastación de un huracán. Muchos de los hermanos cuya principal virtud de su fervor religioso era la discreción y serenidad corrieron a esconderse en las celdas subterráneas y las criptas de piedra. Otros se limitaron a encerrarse en sus pequeñas celdas murmurando e invocando el santoral de un modo más bien incoherente. Ahora bien, otros, los más enteros, buscaron amparo en un rincón de la capilla, se arrodillaron y, frente al gran crucifijo de madera, entonaron una solemne oración.
Sólo Bernard y Stephane, bastante recobrados de sus desventuras en el castillo, osaron interponerse en el camino del gigante. Su horror creció hasta límites insospechables cuando se dieron cuenta de que las facciones del titán eran una colosal réplica de las del malvado enano que había dirigido las impías activididades en el derruido seno de Ylourgne; y la risa del coloso, a medida que se internaba en el valle, devino eco tempestuoso de las execrables y estentóreas carcajadas en que había prorrumpido desde que abandonó el baluarte encantado. Bernard y Stephane pensaron que el enano, un demonio sin lugar a dudas, ya había decidido revelar al mundo su auténtica forma.
Cuando había alcanzado el fondo del valle, el engendro miró en dirección al monasterio. Tal era su altura, que sus coléricos ojos llegaban a la altura de la ventana por donde lo observaban. Se rió de nuevo (una risa horrenda, como un estruendo subterráneo). A continuación se detuvo y, tomando un puñado de peñascos como si fueran meros guijarros, comenzó a acribillar el monasterio. Las rocas se estrellaron contra sus muros como si las hubieran arrojado con grandes catapultas. Pese a sufrir duras sacudidas, el sólido edificio resistió el bombardeo. Acto seguido, valiéndose de ambas manos, el coloso desgajó del suelo una roca enorme profundamente arraigada en el suelo. Tras levantarla, la arrojó contra los pertinaces muros. La tremenda masa derrumbó toda un ala de la capilla. Más tarde, entre las astillas del Cristo al que tanto amaban encontraron los cadáveres de quienes se hallaban en el interior cuando sucedió la colisión.
Después de su impía hazaña, como si menoscabara perder el tiempo con el monasterio por considerarlo presa insignificante, le dio la espalda y se internó en el valle de Averoigne. Bernard y Stephane, todavía mirándole desde su ventana, repararon en una cosa inadvertida hasta entonces: sujetada por cuerdas, una gran cesta hecha de tablas pendía entre los hombros del gigante. En ella iban diez hombres, los acólitos directos de Nathaire, transportados como peleles o muñecos en el talego de un viajero.
Por Averoigne circularon centenares de leyendas relativas a las andanzas y calamidades del coloso: relatos de horror inigualable, de una perversidad diabólica como jamás se había dado en las historias de aquella clase. Los pastores de las faldas de la colina de Ylourgne, al verlo aproximarse, huyeron con sus animales hacia las zonas más altas del valle. El gigante apenas si les prestó atención: aplastó como cucarachas a los que no tuvieron tiempo de apartarse de su camino. Siguiendo la corriente que constituía las fuentes del río Isoile, entró en la zona más profunda del gran bosque. Se dice que allí arrancó de cuajo hasta las raíces un pino muy viejo, y despojándole de sus poderosas ramas con la mera fuerza de las manos, lo convirtió en insperable cachiporra. Más pesada que una maza de acero, con aquella arma convirtió en ruinas irreconocibles una capilla que estaba a las afueras del bosque. Otra de sus víctimas fue un caserío que destrozó por completo y cuyos habitantes no vivieron para contarlo. Fue sembrando el caos y el horror doquiera se dirigiese como un frenético e incontrolado cíclope. Aun las bestias más feroces de la floresta huían ante su proximidad. En plena cacería, los lobos abandonaban las presas y corrían a esconderse atropelladamente en sus abruptas madrigueras. Los salvajes perros negros de los nobles que habitaban en el bosque también lo evitaban y se quedaban sollozando, ocultos en sus casetas. Los hombres oían su estruendosa risa, su poderoso rugido. Y cuando desde una larga distancia lo veían acercarse, corrían despavoridos a ocultarse lo mejor que podían. Los señores de los castillos rodeados de fosos convocaron a sus hombres de armas, alzaron los puentes levadizos y se prepararon como si fueran a afrontar el asedio de ejércitos enemigos. Los viajantes se amagaban en cavernas, en sótanos, en pozos abandonados, incluso debajo de las pilas de heno, rezando para que el engendro pasase de largo. Las iglesias se infestaron de desamparados que buscaban el refugio y la protección de la cruz, afirmando que el mismísimo Satán o uno de sus principales lugartenientes se había alzado para atormentar y devastar la tierra. Con su voz de trueno, el coloso profería constantemente insanas maldiciones, inconcebibles obscenidades y blasfemias. Los hombres le oían interpelar a los hombres ataviados de negro que llevaba suspendidos a su espalda en un tono de reprimenda o pedagógico, como el maestro que instruye a sus alumnos. Quienes habían conocido a Nathaire captaron el asombroso parecido con él de las desmesuradas facciones y la voz. Circuló el rumor de que al hechicero enano, gracias a sus lazos de lealtad con el Enemigo, se le había concecido el don de transformar su vil alma en aquel ser descomunal, y que secundado por sus discípulos, había vuelto para dar rienda suelta a su ilimitada ira, para saciar el rencor causado por un mundo que se había reído de su corta estatura y que lo había despreciado por nigromante. También se comentó la encarnación monstruosa del coloso; de hecho, se llegó a afirmar que él mismo había proclamado abiertamente su identidad.
Resultaría tedioso mencionar todas y cada una de las abominaciones y atrocidades atribuidas al gigante... Hubo personas, se dijo que en su mayoría sacerdotes y mujeres, que murieron desmembradas como insectos a los que un niño arranca las patas... incluso actos peores que se omiten en esta historia... Numerosos testigos presenciales refirieron cómo cazó a Pierre, señor de La Frênaie, que había salido de caza con monteros y sabuesos para cobrar un venado en los bosques colindantes a sus dominios. Sorprendidos montura y jinete, los atrapó con una mano y, llevándolos en lo alto por encima de las copas de los árboles mientras avanzaba a grandes trancos, posteriormente los aplastó contra los muros de granito del castillo de La Frênaie cuando pasó cerca de él. Y luego, apoderándose del venado, lo lanzó contra la piedra. Las grandes manchas de sangre y huesos aplastados permanecieron muchas semanas estampadas en las murallas. Ni siquiera las insistentes lluvias otoñales consiguieron borrar por completo tan macabras improntas.
Muchas otras historias se refirieron a sus hazañas sacrílegas: la de la Virgen tallada en madera, que arrojó a las aguas del Isoile desde Ximes, azotada con las vísceras de un bandolero ignominioso; los cuerpos putrefactos, todavía pasto de larvas y gusanos, que profanó de sus tumbas para tirarlos sobre el claustro de la abadía benedictina de Perigon; la iglesia de santa Zenobie, a la que sepultó junto a sus clérigos y parroquianos bajo una montaña de excrementos sacados de todas las granjas vecinas.
De aquí para allá, arbitrariamente, sin orden ni concierto ni concederse descanso, el gigante pasó por todos los rincones de la región cual energúmeno poseído por algún monstruo implacable. Tras de sí dejó una inolvidable estela de muerte, sangre, abominaciones, sacrilegio, devastación irreparable. Y cuando el sol, horrorizado, ennegrecido por el humo de los villorrios en llamas, se puso en el horizonte, más allá de la floresta, aún se vio al titán moviéndose a la luz del ocaso, con su incesante y portentosa risa estremeciendo hasta lo más recóndito de la espesura.
Cerca de las puertas de Vyones, al atardecer, Gaspard du Nord contempló a sus espaldas, entre los claros del antiguo bosque, la distante cabezota y los inconmensurables hombros de la bestia, que se desplazaba por el valle del Isoile, deteniéndose a intervalos para cometer quién sabía qué atrocidades. Pese a la debilidad y al agotamiento, Gaspard aceleró sus pasos. Ahora bien, no creía que el monstruo invadiese Vyones, el auténtico objetivo del odio y la maldad de Nathaire, antes del día siguiente. Exultante a causa de su casi infinita capacidad para infligir dolor y destrucción, el mezquino nigromante demoraría su carroñero acto de venganza y dedicaría toda la noche a seguir atormentando las zonas pobladas de los campos circundantes.
A pesar de su desastrado aspecto, prácticamente irreconocible, los guardias de las puertas le permitieron entrar sin hacer preguntas. Vyones ya estaba saturada de personas que habían acudido a la seguridad de sus muros de granito en busca de protección. No se negó el acceso a nadie, ni siquiera a los más sospechosos de delitos u otras conductas reprobables. Las almenas estaban infestadas de arqueros y soldados armados con picas, dispuestos a presentar resistencia si el gigante resolvía entrar. Encima de las puertas había ballesteros apostados, y a lo largo de todo el circuito de adarves, por el camino de ronda, a cortos intervalos, se montaron las catapultas. La ciudad bullía en un frenesí similar al de una colmena. La histeria y los gritos incontrolados se apoderaron de las calles. Por todas ellas circulaban las masas con la expresión confundida y aterrada, sin una dirección concreta. Se encendieron antorchas que brillaban dolorosamente en un crepúsculo que se oscureció como si sobre él se hubieran cernido las inmensas alas del Érebo. Las tinieblas semejaban abotargadas de un terror intangible, apresadas por telarañas inclementemente opresivas. En medio de semejante caos y frenesí, como un intrépido pero derrengado nadador contra una pesadilla viscosa y eterna, Gaspard consiguió llegar, tras muchos esfuerzos, a su buhardilla.
Después apenas si llegó a recordar si había comido y bebido. Exhausto más allá del límite humano de la resistencia física y espiritual, se arrojó al camastro sin despojarse de sus sucios andrajos; empapado y sudoroso, se durmió hasta bien entrada la madrugada, entre media noche y el alba. Se despertó acariciado por los pálidos rayos de la luna. Al levantarse, pasó el resto de la noche ocupado en ciertas tareas ocultas con las que pensaba tener una mínima posibilidad de combatir al engendro creado por su antiguo maestro. Trabajando febrilmente a la agónica luz de la luna y una pequeña vela, reunió diversos ingredientes; mediante un largo proceso cabalístico, compuso un polvillo gris oscuro que había visto emplear a Nathaire en numerosas ocasiones. Había llegado a la conclusión de que el coloso, confeccionado a base de huesos y carne de cadáveres sacrílegamente resucitados por la nigromancia de un brujo muerto, podría estar sujeto a la influencia de aquel polvo, que Nathaire utilizaba para resucitar pequeñas alimañas. Si se depositaba en las fosas nasales de los cadáveres, haría que estos volvieran pacíficamente a sus nichos y yaciesen en tranquilo reposo eterno. Preparó una cantidad considerable de polvillo; pensó que sólo de aquella manera surtiría efecto en el coloso. El amanecer atenuó el ya de por sí escaso haz luminoso de su vela justo cuando terminaba de recitar una temible invocación en latín para dotar al preparado de toda su eficacia. La fórmula convocaba la participación de Alastor y otras malvadas entidades. Recurrió a ello de mala gana, pero era la única alternativa. La brujería sólo la podía combatir con brujería.
La mañana obsequió a Vyones con nuevos horrores. Alguna clase de intuición indicó a Gaspard que el engendro, del que se dijo que había pasado la noche causando desmanes y atrocidades por todo Averoigne, se presentaría ante la ciudad poco después del amanecer. Y así fue. Apenas terminado su trabajo, percibió un creciente vocerío en las calles que pronto devino histeria generalizada de gritos y carreras. Y por encima de todo aquello, el inconfundible rugido del gigante en la distancia. No había tiempo que perder, tenía que hallar un sitio ventajoso desde el cual poder arrojar los polvos a las fosas nasales de la bestia. Las murallas y las agujas de las iglesias no eran lo suficientemente altas. Tras pensar un poco se acordó de la gran catedral, en pleno centro: desde su tejado podría estar a la altura del atacante. Tuvo la certeza de que los soldados poco podrían hacer para impedir que franquease el perímetro amurallado e invadiera las calles. No había arma humana capaz de oponérsele. Ni siquiera todo un carcaj de flechas o una docena de picas podrían abatir a un cadáver de tamaño normal resucitado de aquella manera.
Apresuradamente, vertió los polvos en un talego de piel, que colgó de su cinto. Poco después se lanzó a las incontroladas torrenteras humanas en que se habían convertido las calles. Mucha gente se encaminaba a la catedral en busca de la protección que pudiesen dispensar las más altas autoridades eclesiásticas de la ciudad. Lo único que tuvo que hacer fue dejarse llevar por la desbocada corriente de almas. La nave central estaba atestada por devotos; los sacerdotes daban misas solemnes, aunque con temblorosa por el pánico que les brotaba de su interior. Empujado por la masa, Gaspard dio con unos peldaños en espiral que llevaban tortuosamente al tejado poblado de gárgolas de la poderosa y alta torre. Subió la estrecha escalera y se apostó detrás de la pétrea figura de un grifo con cabeza de felino. Desde aquella privilegiada posición pudo discernir los frontones y las cúspides, atestados de gente, y al gigante, cuyo torso y cabeza sobresalían por encima de las murallas, aproximándose inexorablemente. Incluso desde aquella distancia se pudo ver el enjambre de saetas que le dispararon para frenarle el paso, pero el monstruo pareció no hacer el más mínimo esfuerzo por esquivarlas. Los grandes bloques de piedra arrojados desde las catapultas semejaban mera gravilla contra él; las pesadas saetas lanzadas con ballestas se clavaron en su carne como ridículas astillas. Su avance era incontenible. Con el pino de veinte metros usado a modo de maza, barrió de un solo mandoble todos los pelotones de piqueros que habían salido a combatirle. Y cuando hubo desalojado a los defensores de adarves y baluartes, el coloso saltó los muros y entró en Vyones.
Rugiendo y riendo entre dientes como un cíclope poseso, a grandes trancos pasó por estrechas calles, entre edificios que apenas le llegaban a la cintura, pisoteando sin cuartel cuanto no podía huir de él a tiempo, mientras machacaba los tejados con su descomunal maza. Con un mero golpe de su mano izquierda destrozó los frontones más elevados y echó abajo los campanarios de iglesias; al precipitarse al vacío, las campanas tañeron un doloroso y desesperado toque de alarma, coreado por un inmenso e histérico coro de voces humanas que clamaban auxilio. Como Gaspard había previsto, se dirgía hacia la catedral, con lo cual se confirmaron las sospechas del joven y antiguo aprendiz de hechicero; pensaba que el mago consideraba aquel edificio un objetivo especial de su maldad. Apenas si quedaba gente en las calles. Sin embargo, como si deseara sacarlos de sus madrigueras para terminar con todos los habitantes de la ciudad, el gigante blandió el garrote y, cual demoledor martillo, destrozó tejados, muros y ventanas de cuantas casas quedaban a su alcance mientras avanzaba. Faltan palabras para describir la ruina y el terror que aquella acción fue sembrando.
Al poco apareció por la torre contraria a la que se hallaba el muchacho, oculto tras la gárgola. Los ojos del coloso brillaron todavía más cuando se aproximaron a la gran construcción. Separó los labios para mostrar unas fauces abominables y proferir un inenarrable rugido. Con la voz de un trueno desgarrado, profirió las palabras siguientes:
--¡Vamos, valientes y devotos discípulos de vuestro ridículo Dios! ¡Salid y prosternaos ante Nathaire antes de que os mande al infierno!
Fue en aquel momento cuando Gaspard, con inigualable osadía, abandonó su escondrijo y se mostró ante el monstruo iracundo.
—Acercaos, Nathaire, profanador de tumbas y sepulcros, si es que en realidad sois vos —lo retó—. Acercaos, deseo hablaros.
La sorpresa suavizó las coléricas facciones del coloso. Mirando a Gaspard como si no lo pudiera creer, bajó la maza y se aproximó a la torre, hasta situarse a poca distancia del intrépido estudiante. Cuando se hubo cerciorado de que, efectivamente, se trataba de Gaspard, sus facciones recobraron la expresión de odio insano e infernal con la que había entrado y devastado la ciudad. Su brazo izquierdo trazó un arco increíble, sus dedos se crisparon y se cernieron sobre la cabeza del joven como una inexorable amenaza; las dimensiones de la mano eclipsaron la luz del sol sobre Gaspard, que distinguió las estupefactas caras de los acólitos de Nathaire, fijas sobre él desde la cesta que pendía de sus hombros.
--¿Eres realmente tú, Gaspard, mi renegado discípulo? —bramó el coloso—. Pensaba que te pudrías en la mazmorra, en las entrañas de Ylourgne, y ahora te encuentro aquí, en esta maldita catedral que estoy a punto de borrar de la faz de la tierra... Habría sido mejor que te hubieras quedado donde te encerré, mi querido Gaspard.
Cuando hablaba su aliento era un huracán que hedía a osario. Alzó sus enormes dedos, con uñas ennegrecidas como palas de entierramuertos, para amenazar al muchacho. De modo furtivo, Gaspard había desatado las correas y abierto la boca del talego que le pendía del cinto. Entonces, cuando los crispados dedos descendieron hacia él, arrojó el contenido del saquito sobre el rostro del gigante. Formando una nube gris oscura, el polvillo borró de su vista las vastas y palpitantes fosas nasales de su oponente.
Aguardó sus efectos con gran ansiedad, preguntándose si, después de todo, aquel arma surtiría algún efecto sobre el coloso y contrarrestaría los satánicos hechizos de Nathaire. Como si se hubiese obrado un milagro, poco después de inhalar el polvillo se extinguió el malvado brillo de aquella mirada insoportable. Su mano alzada erró el golpe destinado al muchacho para caer inanimada junto al costado. La ira desapareció del rostro, que cobró la expresión de un cadáver. Con atronador estrépido, el inmenso garrote cayó al suelo de la calle desierta. Y con pasos vacilantes, como mecánicos, los brazos caídos a los costados, el gigante se dio la vuelta, se alejó de la catedral y salió de la atormentada ciudad.
Mientras abandonaba Vyones fue musitando palabras apenas inteligibles. Quienes pudieron oírle juraron que ya no se trataba de la poderosa y temible voz del mago, sino los tonos y acentos de una gran cantidad de hombres; incluso reconocieron algunas de ellas, pertenecientes a los muertos tristemente famosos por sus fechorías. También se distinguió la voz del mismísimo Nathaire, débil como la que tenía en vida, entre los heterogéneos murmullos de las demás, como si protestase airadamente. Salió por las murallas orientales, por donde había invadido Vyones; durante muchas horas erró sin sentido, pero ya sin causar el terror, sino buscando, como la gente creyó, las tumbas y sepulcros pertenecientes a los centenares de cuerpos que lo componían. Fue de sepultura en sepultura, de fosa en fosa, de cementerio en cementerio.
Cuando ya anochecía se vio su ingente figura a lo lejos, recortada en un cielo carmesí, hundiendo las manos en tierra de la encenagada llanura junto al río Isoile. En aquel lugar, tras haber cavado su propia tumba, el monstruo se echó en ella para no alzarse nunca jamás. Se creyó que los diez acólitos de Nathaire, incapaces de salir del cesto, quedaron sepultados por el poderoso cuerpo, pues nunca más se volvió a ver a ninguno de ellos.
Durante muchos días nadie osó aproximarse a donde yacía el inspulto cadáver del coloso. Y así, de aquel modo el engendro se pudrió a la luz del sol estival. Una insoportable pestilencia asoló aquellas marcas. Y quienes se decidieron a acercarse, ya en otoño, cuando el hedor había remitido bastante, juraron haber escuchado la voz de Nathaire, todavía maldiciendo, entre aquel amasijo de despojos.
Se dice que Gaspard du Nord, salvador de la región, vivió muchos años honrado y respetado, y que fue el único brujo de la época no fue reprobado por la Iglesia.
English original: El coloso de Ylourgne (The Colossus of Ylourgne)