"Te he sido fiel, Cinara, a mi manera."
John Alvintong trató de levantarse sobre la almohada mientras murmuraba para sí la cita ampliamente conocida del poema de Dowson. Pero su cabeza y sus hombros cayeron hacia atrás con desbordante impotencia, y se filtró por su cerebro, como un hilo de agua helada, la comprensión de que quizás el doctor había tenido razón - quizás el final era en verdad inminente. Pensó brevemente en fluidos de embalsamar, flores secas, clavos de ataúd y céspedes mustios; mas tales ideas eran bastante ajenas a la tendencia de su pensamiento, y prefirió pensar en Elspeth. Desechó sus fúnebres cavilaciones con un apropiado estremecimiento.
A menudo pensaba en Elspeth, estos días. Pero desde luego no la había olvidado realmente en ningún momento. Mucha gente lo llamaba sinvergüenza; pero él sabía, y siempre lo había sabido, que estaban equivocados. Decían que había roto, o quebrado materialmente, los corazones de doce mujeres, incluyendo los de sus dos esposas; y de un modo lo suficientemente extraño, a la vista de las exageraciones de los chismosos, el número era correcto. Con todo él, John Alvington, sabía con certeza que sólo una mujer, a la que nadie contaba entre las doce, había importado realmente alguna vez en su vida.
Había amado a Elspeth y a nadie más; la había perdido a causa de una pelea de chiquillos que nunca se enmendó, y ella había muerto hacía un año. Las otras mujeres fueron todas un error, espejismos: le habían atraído sólo porque imaginó, durante periodos variables, que había encontrado en ellas algo de Elspeth. Había sido cruel con ellas probablemente, y con absoluta certeza no les había sido fiel. Pero al engañarlas a ellas, ¿no le había sido mucho más leal a Elspeth?
De algún modo la imagen que se hacía de ella era más clara ahora que durante años. Como si se hubiera sacudido el polvo acumulado de un retrato, veía con extraña claridad la traviesa ironía de sus ojos y el ligero sacudir de sus rizos castaños que siempre acompañaba su risa juguetona. Era inesperadamente alta para una persona tan semejante a un duende, pero tanto más admirable por eso; y a él nunca le había gustado otra cosa que las mujeres altas.
Con cuánta frecuencia se había maravillado, como ante un fantasma, al encontrar a alguna mujer de similares maneras, similar figura o expresión de ojos o cadencia de voz; y qué absoluta fue su decepción cuando llegó a ver la irrealidad y falsedad del parecido. Qué irreparablemente ella, el amor verdadero, se había interpuesto antes o después entre él y todas las demás.
Comenzó a recordar cosas que casi había olvidado, tales como el broche camafeo de cornalina que ella había llevado puesto el día en que se conocieron, y un pequeño lunar en su hombro izquierdo, del que había tenido un atisbo en una ocasión cuando ella llevaba puesto un vestido inusualmente escotado para aquella temporada. Demasiado recordaba el ropaje liso verde pálido que se adhería tan deliciosamente a su esbelta silueta aquella mañana en que él se había marchado precipitadamente con un corto adiós, para no volver a verla. . .
Nunca, pensaba para sí, había sido su memoria tan buena: seguramente el médico estaba equivocado, pues no se había producido debilitamiento alguno de sus facultades. Era casi imposible que hubiera de estar mortalmente enfermo, cuando podía evocar todos sus recuerdos de Elspeth con tal desenvoltura y claridad.
Ahora repasaba todos los días de su compromiso de siete meses, que podría haber terminado en un dichoso matrimonio si no hubiera sido por su propensión a tomar ofensas irrazonables, y por la propia explosión de temperamento con que reaccionaba y su falta de táctica conciliatoria en la disputa crucial. Qué cercano, qué hiriente resultaba todo. Se preguntó qué malvado designio había ordenado su separación y lo había enviado a una búsqueda vana de un rostro a otro rostro ilusorio para el resto de su vida.
No recordaba, no podía recordar a las otras mujeres - solamente que había soñado de algún modo por un breve espacio que se parecían a Elspeth. Otros podrían considerarlo un Don Juan: pero él se tenía por un sentimental sin remedio, si es que alguna vez hubo alguno.
¿Qué era ese ruido?, se preguntó. ¿Había abierto alguien la puerta de la habitación? Debía ser la enfermera, pues nadie más venía a esa hora de la tarde. La enfermera era una muchacha agradable, aunque en absoluto como Elspeth. Intentó volverse un poco para poder verla, y de alguna manera lo consiguió, gracias a un esfuerzo titánico completamente desproporcionado al debilitado movimiento.
No era la enfermera después de todo, pues ella iba siempre vestida de blanco inmaculado como correspondía a su profesión. Esta mujer llevaba un vestido de color verde fresco y agradable, pálido como el verde del agua en la superficie del mar. No pudo ver su rostro, pues permanecía en pie con la espalda vuelta hacia la cama; pero había algo extrañamente familiar en aquel vestido, algo que casi no pudo recordar al principio. Luego, con un claro sobresalto, supo que se parecía al vestido que Elspeth llevaba el día de su disputa, el mismo vestido que había estado representándose un poco antes. Nadie llevaba nunca un vestido de semejantes medidas y estilo hoy en día. ¿Quién de todo el mundo podría ser? Había una curiosa familiaridad con respecto a su figura, también, pues era bastante alta y esbelta.
La mujer se volvió, y John Alvington vio que era Elspeth - la propia Elspeth de la que se había separado con un amargo adiós, y que había muerto sin permitirle siquiera verla otra vez. Y sin embargo ¿cómo podría ser Elspeth, cuando llevaba muerta tanto tiempo? Luego, por una ligera transición de lógica, ¿cómo podría ella haber muerto alguna vez, puesto que estaba aquí delante de él en este momento? Parecía infinitamente preferible creer que todavía estaba viva, y él deseaba tanto hablarle, pero la voz le falló cuando intentó pronunciar su nombre.
Ahora pensó que oía la puerta abrirse otra vez, y fue consciente de que otra mujer permanecía en las sombras detrás de Elspeth. Se adelantó, y él observó que llevaba un vestido verde idéntico en cada detalle al que llevaba su amada. Ella levantó la cabeza - y el rostro era el de Elspeth, ¡con los mismos ojos burlones y boca caprichosa! ¿Pero cómo podía haber dos Elspeths?
Con profundo desconcierto, trató de acostumbrarse a la extravagante idea; y aún mientras luchaba con un problema tan inaprensible, una tercera figura de verde pálido, seguida por una cuarta y una quinta, entró y se situó detrás de las dos primeras. Y no fueron éstas las últimas, pues otras entraron una a una, hasta que la habitación estuvo repleta de mujeres, todas ellas con el atuendo y la apariencia de su prometida muerta. Ninguna de ellas pronunció una palabra, pero todas miraban a Alvington con una expresión en la que parecía ahora discernir una chanza más profunda que el travieso encanto que una vez hubiera encontrado en los ojos de Elspeth.
Se quedó muy quieto, peleando con una oscura y terrible perplejidad. ¿Cómo podía haber tal multitud de Elspeths, cuando él sólo podía recordar haber conocido a una? ¿Y cuántas había, de todos modos? Algo lo impulsó a contarlas, y halló que había trece espectros de verde. Y tras asegurarse de este hecho, se sintió sacudido por algo familiar con respecto al número. ¿No decía la gente que había roto los corazones de trece mujeres? ¿O eran en total solamente doce? De cualquier manera, contando a la propia Elspeth, quien sí que había roto su corazón, habría trece.
Entonces todas las mujeres comenzaron a agitar sus rizadas cabezas, de una manera que él recordaba muy bien, y todas ellas rieron con una risa ligera y juguetona. ¿Podrían estar riéndose de él? Elspeth había hecho eso a menudo pero él la había amado con devoción a pesar de todo. . .
De improviso, comenzó a sentirse inseguro acerca del número exacto de figuras que llenaban su habitación; le pareció en un momento que eran más de las que había contado, y al siguiente que eran menos. Se preguntó quién de entre ellas era la verdadera Elspeth, porque después de todo sintió la seguridad de que nunca había existido una segunda - sólo una serie de mujeres que se le asemejaban en apariencia y que no eran en realidad como ella en modo alguno una vez que llegabas a conocerlas.
Finalmente, conforme trataba de contarlas y escrutar los rostros apiñados, todos se volvieron borrosos, confusos e indefinidos, y casi olvidó lo que estaba tratando de hacer. . . ¿Quién de ellas era Elspeth? ¿O es que había existido alguna vez una auténtica Elspeth? No estuvo seguro de nada al final, cuando llegó el olvido y pasó a ese territorio en el que no existen ni las mujeres ni los fantasmas ni el amor ni los problemas numéricos.
English original: Trece Fantasmas (Thirteen Phantasms)