Quede dicho, a título de introducción para este relato, que nunca he robado a ningún hombre que no fuera a su vez un ladrón a costa de otros hombres. A lo largo de mi carrera, un tanto larga y penosa, yo, Satampra Zeiros, de Uzuldaroum, conocido en ocasiones como el maestro de los ladrones, he servido en más de una ocasión de mero agente en la redistribución de riquezas. La aventura que estoy a punto de relatar no constituye una excepción, si bien el resultado fue que mis beneficios pecuniarios fueron verdaderamente escasos, por no decir ridículos.
Actualmente los años me pesan, y mientras disfruto de la holgura conquistada con tanto esfuerzo, degusto vinos añejos. Mientras sorbo los caldos, vuelven a mí los recuerdos de botines espléndidos y empresas de renombrado valor. Veo brillar ante mí los sacos llenos de djals o pazoors, retirados hábilmente de los cofres de los mercaderes y de los prestamistas. Sueño con los rubíes, más rojos que la misma sangre cuyo derramamiento ellos mismos causaron; con los zafiros de un azul más intenso que el hielo de los glaciares, y con esmeraldas cuyo verde rivaliza con la jungla en su plenitud primaveral. Recuerdo la escalada de balconadas, terrazas y torres vigiladas por monstruos, y el saqueo de los altares bajo la mirada de ídolos malignos o serpientes centinelas.
Con harta frecuencia recuerdo a Vixeela, mi verdadero y único amor, así como la más hábil y audaz de las compañeras de robos. Hace mucho tiempo que consiguió el destino que aguarda a todos los buenos ladrones y camaradas, y durante todos estos años la he llorado sinceramente. Pero todavía recuerdo con ternura nuestras noches de pasión y aventuras, así como las numerosas hazañas que realizamos juntos. Sin duda alguna, la más singular y atrevida de las mencionadas hazañas fue la del robo de los treinta y nueve cinturones.
Se trataba de los cinturones de castidad, de oro y pedrería, utilizados por las vírgenes consagradas al dios luna Leniqua, cuyo templo se alzaba desde tiempos inmemoriales en los suburbios de Uzuldaroum, capital de Hyperbórea. El número de vírgenes siempre era de treinta y nueve, y eran escogidas por su juventud y belleza, retirándose del servicio a la edad de treinta y un años.
Los cinturones tenían unas cerraduras de durísimo bronce, y las llaves quedaban al cuidado del sumo sacerdote, quien algunas noches las alquilaba a precios elevados a los ricos donjuanes de la ciudad. Como puede comprobarse, la virginidad de las sacerdotisas quedaba en un plano nominal, y aunque parezca extraño, su venta frecuente y repetida era considerada como un acto meritorio de sacrificio para con el dios.
La propia Vixeela fue durante su primera juventud una de las vírgenes escogidas, pero huyó del templo y de Uzuldaroum varios años antes de que la edad reglamentaria la liberase de sus tareas sacerdotales. Raras veces me hablaba de su vida vestal, y yo deduje que su estancia en el templo no había sido agradable, especialmente a causa de la prostitución religiosa a la que estaba obligada. Después de su huida había atravesado por no pocas dificultades en las ciudades del sur. Pero tampoco me habló mucho de esta etapa de su vida, como si tuviera miedo de recordar vivencias dolorosas.
Regresó a Uzuldaroum varios meses antes de nuestro primer encuentro. Con unos cuantos años más, y después de teñirse el pelo rubio cobre de negro intenso, no creyó ser reconocida por los sacerdotes de Leniqua. Según su costumbre, éstos habían reemplazado a la vestal fugitiva por otra más joven, y naturalmente carecían de interés para con la otra.
Cuando nos conocimos, Vixeela ya tenía en su haber una serie de hurtos. Pero como le faltaba experiencia en este terreno, fracasaba siempre, excepto en las fechorías más simples y menos lucrativas; como consecuencia, el hambre la había dejado bastante delgada. A pesar de todo seguía siendo muy atractiva, y pronto me conquistó con su agudeza de ingenio así como su rapidez para captar cualquier cosa. Era pequeña y ágil, y podía trepar como un lemur. Su ayuda pronto me fue imprescindible, ya que le resultaba facilísimo penetrar por cualquier ventana o rendija, inasequibles para mí a causa de mi tamaño.
Habíamos realizado varios robos bastante lucrativos, cuando se me ocurrió la idea de penetrar en el templo de Leniqua y llevarnos los valiosos cinturones. A primera vista las dificultades y problemas que debíamos superar y solucionar eran poco menos que fantásticos. Pero ese tipo de obstáculos siempre ha acuciado mi intelecto y nunca me ha preocupado.
En primer lugar, nos enfrentábamos con el problema de poder entrar sin ser detectados y asaltados por los sacerdotes armados con hoces que custodiaban el santuario de Leniqua, con una vigilancia constante e incorruptible. Por fortuna, durante su servicio en el templo, Vixeela se había enterado de la existencia de una entrada subterránea, fuera de uso desde hacía tiempo, pero que según creía todavía era practicable. A dicha entrada se llegaba a través de un túnel que constituía la prolongación de una caverna natural situada en algún lugar del bosque, detrás de Uzuldaroum. En épocas anteriores la habían utilizado casi todos los visitantes de las vírgenes; pero ahora entraban sin ocultarse por las puertas principales del templo o por portillos más disimulados, actitud que podía interpretarse como la mayor intensidad del sentimiento religioso, o el desuso de la modestia.
Vixeela nunca había visto la caverna, pero conocía su localización aproximada. La entrada interior del templo sólo estaba cerrada por una losa de piedra, fácilmente movible desde arriba o desde abajo, y que además se hallaba detrás de la imagen de Leniqua en el interior de la gran nave.
En segundo término, era vital escoger un momento adecuado, cuando las vestales se hubieran despojado de los cinturones y éstos se encontrasen guardados. Una vez más la ayuda de Vixeela fue imprescindible, dado que conocía cuáles eran las noches en que había mayor demanda de llaves alquiladas. Dichas noches eran conocidas como noches de sacrificio, mayor o menor, ya que el sacrificio principal se realizaba en noches de plenilunio. En estas noches todas las mujeres prestaban sus servicios en repetidas ocasiones.
Pero existía un problema de difícil solución: en las noches de plenilunio el santuario estaba literalmente repleto de gente —las vírgenes, los sacerdotes y los clientes—, siendo prácticamente imposible salir con los cinturones en presencia de tanta gente. Confieso que este detalle me preocupaba.
En pocas palabras: teníamos que encontrar alguna manera de evacuar el templo, o de dejar inconscientes a sus ocupantes, o inhabilitados, durante el tiempo necesario para llevar a cabo nuestras operaciones.
Pensé en un determinado soporífero, de fácil y rápida vaporización, utilizado anteriormente por mí en numerosas ocasiones cuando deseaba dormir a los habitantes de una casa. Desgraciadamente, el alcance de la droga era limitado y no penetraría en todas las cámaras y alcobas de un edificio tan grande como el templo. Por otro lado, sería necesario aguardar media hora para entrar, dejando todas las puertas y ventanas abiertas, hasta que se disipasen los vapores, de lo contrario los ladrones caerían bajo los efectos de la droga al lado de sus víctimas.
Existía igualmente el polen de una lila salvaje poco frecuente, que si se frotaba contra el rostro de una persona ésta quedaba paralizada temporalmente. Pero también rechacé esta posibilidad por dos razones: el número de personas implicadas era elevado y sería difícil conseguir el polen suficiente.
Por último, decidí consultar al mago y alquimista Veezi Phenquor; dicho personaje me había ayudado en numerosas ocasiones a convertir la plata y oro robados en lingotes y otras formas poco sospechosas, con sus hornos y morteros. Aunque siempre sentí cierto escepticismo en cuanto a sus poderes como mago, no obstante nunca dudé de su gran pericia como farmacólogo y toxicólogo. Dado que siempre disponía de medicamentos extraños y mortales, era posible que pudiera ofrecerme algo que facilitase nuestro proyecto.
Encontramos a Veezi Phenquor escanciando una de sus fórmulas más ruidosas de un hirviente y humeante puchero a pomos de sólida arcilla cocida. Por el olor deduje que debía tratarse de algo muy potente; la transpiración de un gato polar no sería nada en comparación. Tan absorto estaba que no advirtió nuestra presencia hasta que todo el contenido del puchero pasó a los pomos de arcilla, cuyas bocas Phenquor taponó y selló con pez.
—Eso —observó con gran orgullo— es un filtro de amor que inflamaría las pasiones de un niño de pecho o resucitaría los poderes de un nonagenario moribundo. Es que vos...
—No —respondí rotundamente—. No es eso lo que necesitamos. Lo que deseamos por el momento es algo muy distinto —y en pocas palabras le expliqué el esquema del problema, añadiendo—: Si nos puedes ayudar, estoy seguro de que encontrarás en la fundición de los cinturones de oro una tarea sumamente agradable. Como de costumbre, recibirás un tercio de los beneficios.
Veezi Phenquor esbozó una sonrisa entre codiciosa y sarcástica, arrugando su barbudo rostro.
—La oferta se me antoja atractiva desde todos los puntos de vista. Aligeraremos a las vestales de algo incómodo y pesado, y dedicaremos las piedras y el metal precioso a un fin más digno: nuestro lucro personal —y como si acabase de recordarlo, añadió—: Se da la casualidad de que puedo proveeros de un preparado totalmente nuevo, y que os garantizo dejaría vacío el templo en muy poco tiempo.
Dirigiéndose a un rincón lleno de telarañas, tomó de un alto estante un panzudo frasco de vidrio descolorido y lleno de un fino polvillo gris, y lo acercó a la luz.
—Os explicaré ahora —dijo— las propiedades singulares de este polvillo, así como la manera adecuada de usarlo. Constituye un verdadero triunfo de la química, y sus efectos son más devastadores que los de una plaga.
Nos quedamos sobrecogidos por sus palabras, y luego comenzamos a reírnos.
—Esperemos —opiné— que no entre en juego ninguno de tus trucos o encantamientos.
Veezi Phenquor adoptó la expresión de quien se siente muy ofendido, y protestó:
—Os aseguro que aunque los efectos del polvo son extraordinarios, no se salen del ámbito natural.
Después de meditar durante un momento, continuó diciendo:
—Creo que puedo ampliar vuestros planes en ciertos aspectos. Después de robar los cinturones, surgirá el problema de transportar sin ser vistos una mercancía pesada a través de una ciudad que a las pocas horas puede estar enterada del horrible crimen, y pasada con un peine por la policía. Tengo un plan...
Aceptamos sin reservas el ingenioso esquema que nos propusiera Veezi Phenquor. Después de considerar y ultimar todos los detalles, el alquimista nos obsequió con ciertos licores bastante agradables al paladar que cualquiera de sus otros brebajes. Algo más tarde regresamos a nuestros alojamientos, llevando dentro de mi capa el frasco de polvo cuyo pago Veezi Phenquor se había negado a aceptar, dando así muestras de generosidad. Nuestro espíritu estaba pletórico de optimismo y éxito anticipado, así como una generosa ración de vino de palmera destilado.
Discretamente, nos abstuvimos de nuestras actividades acostumbradas durante las noches que precedieron a la primera luna llena. No nos alejamos de nuestras casas, con la esperanza de que la policía, que desde hacía tiempo sospechaba de nosotros como autores de no pocas infracciones, llegase a creer que, o bien habíamos abandonado la ciudad, o bien nos habíamos retirado del latrocinio.
En la noche de luna llena, un poco antes de las doce, Veezi Phenquor llamó discretamente a nuestra puerta, con tres golpes, según lo acordado. Al igual que nosotros, se cubría completamente con una pesada capa de labriego.
—He conseguido el carro de un vendedor de verduras procedente del campo —nos explicó—. Está cargado de productos del campo y tiran de él dos borriquillos. Lo tengo oculto en la arboleda, lo más cerca que he podido de la salida de la cueva del templo de Leniqua, a causa de la vegetación que cubre el camino. Por otro lado, he explorado la propia cueva.
—Nuestro éxito dependerá de la confusión tan absoluta que vamos a crear. Si nadie nos ve entrar o salir por la entrada posterior, es muy posible que nadie recuerde que existe. Los sacerdotes buscarán por otras partes.
—Cuando robemos los cinturones y los damos bajo nuestro cargamento de productos agrarios, esperaremos hasta una hora antes del amanecer para entrar en la ciudad con los demás vendedores de verduras y frutas.
Manteniéndonos lo más alejados posible de lugares públicos, donde la policía se concentraba alrededor de tabernas y lupanares de poca monta, hicimos un rodeo de Uzuldaroum y encontramos un camino hacia el campo, no lejos del templo de Leniqua. A medida que avanzábamos se espesaba la selva y disminuían las casas. Nadie nos vio cuando penetramos por un camino lateral abovedado por palmeras y oculto a la vista por un espeso matorral. Después de muchos vericuetos llegamos hasta el cerro, tan astutamente escondido que sólo pude detectar su presencia cuando sentí el aroma punzante de ciertas raíces comestibles. Los burros estaban muy bien entrenados, ya que no delataban su presencia con sus rebuznos.
Nos arrastramos entre la maleza y las raíces, de tal espesor que impedían el avance de una carreta. Era tal la exuberancia de la vegetación, que no hubiera distinguido la entrada a no ser por Veezi Phenquor, quien parándose se agazapó ante un pequeño montículo para separar una enredadera; al fondo pudimos distinguir la boca negra de la roca por la cual sólo podía entrar un hombre a gatas.
Encendimos las antorchas que habíamos traído y nos arrastramos dentro de la cueva, con Veezi a la cabeza. Por suerte, y a causa de encontrarnos en una estación seca, la cueva no estaba mojada, y nuestras ropas sólo se mancharon de tierra como las de cualquier labriego.
La cueva se estrechaba allí donde se amontonaban los restos del techo hundido. Personalmente, y dado mi tamaño y altura, tuve bastante dificultad al deslizarme por algunos sitios. Llevábamos andando un largo trecho cuando de repente Veezi se paró y se irguió ante una pared de ladrillos lisa, de donde arrancaba una escalera sombría.
Vixeela pasó delante y subió los escalones, mientras yo la seguía. Los dedos de su mano libre se deslizaban por una gran losa de piedra que ocupaba todo el descansillo final. La piedra comenzó a levantarse sin hacer el menor ruido. Vixeela apagó su antorcha y la depositó sobre el escalón superior mientras se hacía más grande el agujero, permitiendo que una luz tenue y fatua penetrase desde la profundidad. Se asomó cautelosamente por encima de la losa, completamente tiesa por el mecanismo oculto, y salió fuera indicándonos que la siguiéramos.
Nos encontramos a la sombra de una gran columna lateral en la parte posterior del templo de Leniqua. No había nadie a la vista, ni sacerdote, ni mujer, ni visitante, pero sí pudimos escuchar un murmullo confuso de voces. La imagen de Leniqua, cuyo reverendo trasero contemplábamos, estaba sentada en un alto estrado en el centro de la nave. Los fuegos del altar, dorados, azules y verdes, llameaban ante la diosa, haciendo que su sombra se retorciese sobre el suelo y contra la pared del fondo como si fuera un gigante interpretando una danza febril de copulación con una pareja invisible.
Vixeela encontró y manipuló el resorte que hizo que la losa de piedra recuperase su aspecto de suelo. Entonces, los tres avanzamos a la vez, manteniéndonos en la sombra de la diosa. La nave estaba aún vacía, pero el ruido se acercaba cada vez más por una de las puertas laterales hasta estallar en alegre griterío y risas histéricas.
—Ahora —murmuró Veezi Phenquor.
Saqué del bolsillo el frasco que nos diera y le quité el tapón de cera con un cuchillo afilado. El corcho, casi podrido por los años, salió sin dificultad. Derramé el contenido del frasco en el escalón inferior de la parte posterior del estrado de Leniqua, hasta formar un arroyo pálido que se retorcía y ondulaba con una vida y brillo desafiantes, a medida que caía sobre la sombra del dios. Cuando se vació el frasco, encendí el montoncito de polvo.
Prendió inmediatamente con una llama alta y límpida. De pronto, el aire se llenó de fantasmas, y una explosión silenciosa estalló sobre nosotros, infestándonos con hedores infernales que nos obligaron a retroceder casi ahogados. No obstante, no daba la sensación de impacto material por parte de las formas repugnantes que parecían derretirse en nosotros, corriendo en todas direcciones, como si cada átomo del polvo crease un fantasma distinto.
Sin perder un instante, cubrimos nuestra nariz con trozos de grueso paño que habíamos traído por indicación de Veezi. Recobramos algo de nuestro aplomo habitual y seguimos adelante. A nuestro alrededor se entrelazaban lascivos cadáveres azules. Híbridos de mujeres y tigres se lanzaban sobre nuestras cabezas. Monstruos de dos cabezas o tres colas, sátiros y vampiros se elevaban hasta el techo, o se derretían para convertirse en otras apariciones de más dudosa identidad. Seres verduzcos, que recordaban la unión de hombres ahogados y pulpos, se enroscaban y arrastraban sobre fango negro por el suelo.
Entonces oímos los gritos de terror proferidos por los habitantes y visitantes del templo, y comenzamos a cruzarnos con hombres y mujeres desnudos que corrían frenéticos por entre el ejército de fantasmas hacia la salida. Los que se encontraron con nosotros cara a cara, retrocedieron como si también fuésemos formas de intolerable horror.
Los hombres desnudos eran jóvenes en su mayoría. Después les seguían comerciantes y profesionales de mediana edad, calvos y barrigudos, algunos con la ropa interior puesta y otros cubiertos apresuradamente con capas que no les tapaban por debajo de las caderas. Mujeres delgadas y gordas se atropellaban gritando por alcanzar las puertas exteriores. Para nuestra satisfacción, comprobamos que ninguna llevaba puesto su cinturón de castidad.
Por último llegaron los sacerdotes, cuyas bocas parecían recuadros de terror, emitiendo agudos chillidos. Todos habían dejado caer sus hoces. Pasaron a nuestro lado sin vernos y corrieron detrás de los demás. La horda de monstruos y espectros surgidos del polvo pronto les empujó fuera del alcance de nuestra vista.
Asegurados de que el templo se hallaba vacío, nos dirigimos al primer pasillo. Las puertas de las distintas habitaciones estaban abiertas. Nos dividimos la tarea, y cada uno entraba en una habitación donde buscamos los abandonados cinturones de oro y piedras preciosas entre las ropas de la cama. Nos encontramos al final del pasillo, donde reunimos nuestro botín en un saco fino pero resistente que yo llevaba bajo mi capa. Aún quedaban algunos fantasmas adquiriendo fusiones a cada cual distintas y más desagradables, dejando caer en su desintegración sus miembros sobre nosotros.
Pronto terminamos nuestra búsqueda por las habitaciones asignadas a las mujeres. Mi saco estaba lleno, y al final del tercer pasillo había contado treinta y ocho cinturones. Faltaba uno, pero la aguda mirada de Vixeela advirtió el destello de una hebilla de esmeralda que salía de debajo de las piernas de un peludo sátiro, sobre un montón de ropas masculinas que se encontraba en una esquina. Recogió el cinturón y nos siguió con él en la mano.
Nos apresuramos a volver a la nave de Leniqua, seguros de que no habría nadie. Pero para nuestro gran desconcierto, el sumo sacerdote, cuyo nombre Vixeela nos dijo era Marquamos, estaba frente al altar golpeando con un largo emblema fálico de bronce, su insignia oficial, a ciertas apariciones que seguían flotando en el aire.
Cuando nos acercamos, Marquamos se abalanzó sobre nosotros profiriendo un grito ronco, e intentó descargar un golpe sobre Vixeela, que la hubiera descerebrado a no ser por un ágil salto de esta última. El sumo sacerdote se tambaleó, perdiendo casi el equilibrio. Antes de que volviese a la carga, Vixeela dejó caer sobre su cabeza tonsurada el pesado cinturón de castidad que llevaba en la mano derecha. Marquamos se derrumbó como un buey bajo el hacha del carnicero y cayó levemente retorcido. Surcos de sangre salían de la hendidura causada en el cráneo por las pesadas piedras. No nos detuvimos a asegurarnos sobre si estaba vivo o muerto.
Salimos del templo sin perder un instante. Después del susto que se habían llevado lo más probable era que no regresasen hasta pasadas varias horas. La piedra movediza recobró su aspecto original detrás nuestro. Recorrimos a toda prisa el largo pasadizo; yo llevaba el saco y Vixeela y Veezi iban delante, para ayudarme con el botín en los lugares más estrechos. Llegamos sin problemas hasta la entrada con enredaderas, parándonos un instante antes de salir al bosque bañado por la luna, para escuchar atentamente los gritos que se iban perdiendo en la lejanía. Al parecer, nadie había pensado en la salida posterior, y probablemente ni siquiera sospecharon que el móvil del robo fuese la causa de la invasión de los terroríficos espectros.
Seguros de no ser vistos, salimos de la cueva y nos dirigimos al carro escondido. Tiramos a los matorrales frutas y verduras para dejar un hueco donde depositar el saco del botín, que recubrimos de nuevo. Entonces, acomodándonos sobre la hierba, nos dispusimos a aguardar la hora antes del amanecer. Al cabo de un rato, comenzamos a oír a nuestro alrededor el deslizar furtivo de las alimañas que estaban devorando las frutas arrojadas a los matorrales.
Si alguno llegó a dormir, lo hizo con un ojo abierto y un oído alerta. Cuando en el horizonte se cruzaron los últimos rayos de la luna y las primeras luces crepusculares, nos levantamos para iniciar la última etapa.
Conduciendo nuestros borriquillos, nos acercamos al camino principal y aguardamos detrás de un seto a que pasase una carreta tempranera. Antes de que aparecieran otros carros salimos del bosque y emprendimos la vuelta a la ciudad.
Durante nuestro regreso por las calles periféricas nos cruzamos con muy pocos transeúntes, que ni siquiera se fijaron en nosotros. Al aproximarnos a la casa de Veezi Phenquor dejamos el carro bajo su custodia y nos detuvimos a ver cómo entraba en el patio sin ser visto ni molestado por nadie. Por un momento pensé que efectivamente estaba bien provisto de verduras y frutas.
Durante dos días no nos alejamos de nuestras viviendas. No nos parecía prudente recordar a la policía nuestra presencia en Uzuldaroum con una aparición en público. Nos quedamos sin comida la tarde del segundo día; decidimos disfrazarnos con nuestros trajes de aldeanos y nos encaminamos a un mercado cercano donde no nos conocían.
Al volver de nuestras compras encontramos una señal de que Veezi Phenquor nos había hecho una visita durante nuestra ausencia, a pesar de que todas las puertas y ventanas habían quedado, y aún lo estaban, completamente cerradas. Sobre la mesa había un pequeño cubo de oro, como pisapapeles de una nota, cuyo texto decía lo siguiente:
"Estimados amigos y compañeros: Después de desmontar las piedras preciosas he fundido todo el oro en lingotes, uno de los cuales os dejo como prueba de mi amistad. Desgraciadamente, me he enterado que la policía me vigila, y por lo tanto abandono Uzuldaroum con toda la rapidez y discreción posibles, llevándome todos los lingotes y piedras en la carreta de borriquillos, bien cubierto el botín con las verduras y frutas conservadas providencialmente, aunque ahora ya están un poco pasadas. Espero realizar un largo viaje, siguiendo una dirección que no puedo precisar; un viaje bien lejos de la jurisdicción de nuestra policía local, pero que espero no sigáis a vuestra vez. Necesitaré el resto del botín para cubrir gastos, etcétera. Buena suerte en vuestras futuras aventuras. Atentamente, Veezi Phenquor".
"POSTDATA: También os vigilan a vosotros, y por ello os recomiendo abandonar la ciudad lo antes posible. A pesar de la gran herida que le hiciera el golpe de Vixeela, Marquamos recuperó el conocimiento ayer por la tarde. Reconoció a Vixeela como una antigua vestal por la destreza de sus movimientos. No ha podido identificarla, pero se está llevando a cabo una investigación a fondo, y los sacerdotes de Leniqua ya han interrogado en el potro de tortura a otras vestales.
"Tú y yo, mi querido Satampra, estamos en la lista de sospechosos, si bien nadie nos ha identificado como posibles cómplices de la muchacha. Se está buscando a un hombre de tu talla y dimensiones. Se han analizado los restos de polvo de las apariciones fétidas, que quedaron en el estrado de Leniqua. Por desgracia, ya lo habíamos utilizado antes, tanto yo como otros alquimistas.
"Espero que escapéis... siguiendo otros caminos distintos al que yo acabo de iniciar."
English original: El robo de los treinta y nueve cinturones (The Theft of the Thirty-Nine Girdles)