Cuando Morghi, el supremo sacerdote de la diosa Yhoundeh, junto con doce de sus más feroces y eficientes subordinados, llegaron con el amanecer a prender a Eibon, el hereje infame, en su casa de roca negra que estaba enclavada sobre un promontorio, se sorprendieron y desilusionaron al encontrarla vacía.
Su sorpresa se debía al hecho de que estaban seguros de poder hundirle por sorpresa, ya que todos sus planes contra Eibon se habían llevado a cabo con meticuloso secreto en cámaras subterráneas con puertas insonorizadas. Por su parte, habían realizado el largo viaje hasta su casa en una sola noche, inmediatamente después de su condena. Su decepción se debía a que el terrible documento de arresto, plagado de caracteres simbólicos grabados con fuego en un rollo de piel humana, ya no servía; además, quedarían sin llevar a cabo las ingeniosas agonías y dolorosas torturas que con tanto cuidado habían preparado para Eibon.
El más decepcionado era el propio Morghi, y las maldiciones que soltó cuando encontró desierta la habitación más alta de la casa eran tan largas y cabalísticas como verdaderamente temibles. Eibon era su principal contrincante en hechicería y últimamente estaba adquiriendo demasiada fama y prestigio entre la gente de Mhu Thulan, esa península algo rezagada del continente Hyperbóreo. Por esta razón, Morghi se había prestado gustoso a dar crédito a ciertos rumores malignos en torno a Eibon, con el fin de utilizarlos en los cargos presentados.
Dichos rumores consistían en que Eibon era devoto de un dios pagano desacreditado hacía tiempo, llamado Zhothaqquah, cuya devoción era indudablemente más antigua que el hombre, y que la magia de Eibon provenía de esta afiliación ilegal con la oscura deidad, quien había llegado a través de otros mundos desde un universo extraño, en tiempos remotos cuando la Tierra no era más que una masa hirviente. Todavía era temible el poder de Zhothaqquah, y se decía que quienes estuviesen dispuestos a ofrecer su humanidad sirviéndole se convertirían en herederos de secretos anteriores al mundo, así como en maestros de un conocimiento tan terrible que sólo podía venir de planetas lejanos sumidos en la noche y en el caos.
La casa de Eibon estaba construida con la forma de una torre pentagonal, con cinco pisos, incluyendo los dos subterráneos. Sin duda, se hizo una búsqueda exhaustiva por todo el edificio, y los tres criados de Eibon fueron sometidos a tortura, que consistía en rociarles lentamente con asfalto hirviendo, para que revelasen el paradero de su amo. Su constante negativa en cuanto a su conocimiento del paradero, durante media hora seguida, fue prueba suficiente de su total ignorancia.
No se encontró ningún pasillo subterráneo después de tumbar las paredes y levantar los suelos de las habitaciones inferiores, aunque Morghi llegó incluso a retirar las losas de piedra bajo una imagen obscena de Zhothaqquah, que ocupaba una de las habitaciones más inferiores. Dicha operación la había llevado a cabo con verdadera repugnancia, ya que el dios peludo y rechoncho, con sus rasgos de murciélago y cuerpo de gusano, resultaba terriblemente desagradable para el supremo sacerdote de la diosa—cierva Yhoundeh.
Al realizar una nueva búsqueda por la habitación de la torre más alta de Eibon, los apresores
tuvieron que reconocer su fracaso. Sólo encontraron algunos muebles, varios volúmenes antiguos sobre conjuraciones, propios de cualquier mago, algunas pinturas toscas y desagradables sobre tiras de pergamino de pterodáctilos; y algunas urnas y esculturas primitivas, así como totems, de los que Eibon era un gran coleccionista. En la mayoría estaba representado, de una u otra forma, Zhothaqquah: en los cerrajes de las urnas podía apreciarse su rostro inmerso en una somnolencia bestial, mientras que en los tótems —pertenecientes a las tribus infrahumanas— aparecía acompañado de la foca, el mamut, el tigre gigante y los alces. Morghi presintió que los cargos presentados contra Eibon contaban ahora con pruebas sustanciales que no dejaban lugar a dudas; nadie que no fuera un adorador de Zhothaqquah se tomaría la molestia de poseer una sola representación de esta repugnante deidad.
Sin embargo, toda esta evidencia adicional de culpa, por muy significativa y condenatoria que fuese, no servía de nada en la búsqueda de Eibon. Mientras miraba desde las ventanas de la cámara más alta, desde donde las paredes descendían a lo largo del acantilado por ambos costados hasta el mar enfurecido a doscientos pies de profundidad, Morghi llegó a pensar que su rival le superaba en recursos mágicos. De otro modo, la desaparición del mago era demasiado misteriosa, y a Morghi no le gustaban los misterios que no formasen parte de su propia profesión.
Se retiró de la ventana y examinó de nuevo la habitación palmo a palmo. No había lugar a dudas que Eibon la utilizó como estudio: había un escritorio de marfil, con plumillas, palilleros y numerosas tintas de diversos colores en cuencos pequeños de barro; al lado, hojas de papel vegetal llenas de extraños cálculos astronómicos y astrológicos, cuyo significado no pudo entender Morghi.
De cada una de las cinco paredes colgaba una pintura sobre pergamino, realizadas todas ellas al parecer por una raza aborigen. Los temas representados eran tan blasfemos como repugnantes; Zhothaqquah aparecía en todos, en medio de formas y paisajes cuya anormalidad y fealdad pudieran atribuirse a las técnicas poco desarrolladas de artistas primitivos. Morghi las arrancó de las paredes una a una, como si sospechase que Eibon estuviera de alguna forma escondido detrás de las mismas.
Cuando las paredes quedaron completamente desnudas, Morghi se dedicó a contemplarlas durante largo rato, en medio del respetuoso silencio de sus subordinados. Al retirar una de las pinturas quedó al descubierto un extraño panel, en la parte sudeste de la habitación, encima del escritorio. Al verlo, las cejas de Morghi se fruncieron, formando una sola línea. Se diferenciaba muy poco del resto de la pared, ya que se trataba de una incrustación ovalada de una especie de metal rojizo que no era ni oro ni cobre; dicho metal irradiaba una fluorescencia oscura y fugaz de extraños colores, cuando se contemplaba a través de los párpados semicerrados. Pero por alguna razón desconocida resultaba imposible recordar los colores cuando se abrían completamente los ojos.
Morghi —posiblemente más astuto y perspicaz de lo que Eibon hubiera creído— llegó a sospechar algo que en apariencia era tan absurdo como improbable, ya que la pared del panel era un muro exterior del edificio, dando únicamente al mar y al cielo.
Se subió al escritorio y golpeó el panel con el puño. Tanto la sensación que recibió como el resultado del golpe fueron sorprendentes. Al tocar el desconocido metal rojo, una sensación de frío gélido tan extremado que casi no se distinguía del fuego recorrió su mano, y a través del brazo, por todo el cuerpo. En cuanto al panel, cedió hacia fuera con facilidad, como si se apoyara en goznes invisibles, pero con un sonoro chasquido que parecía llegar desde una distancia inconmensurable. Al fondo, Morghi vio que no había ni cielo, ni mar, ni de hecho nada que hubiera podido imaginarse o soñar en la peor de sus pesadillas...
Se volvió hacia sus compañeros. Su rostro reflejaba asombro y a la vez triunfo.
—Esperad aquí hasta que regrese —ordenó, y penetró a través del panel abierto.
Los cargos presentados contra Eibon eran ciertos. Durante su prolongado estudio de las leyes y medios naturales, así como sobrenaturales, el inteligente mago habíase enterado de los mitos que prevalecían en Mhu Thulan acerca de Zhothaqquah, pensando que merecería la pena realizar una investigación personal sobre semejante ser prehumano.
Cultivó la compañía de Zhothaqquah, quien, al carecer de advocación, se veía obligado a llevar una existencia subterránea; recitó las oraciones prescritas y ofrendó los sacrificios más adecuados; y el pequeño dios, dormilón y extravagante, en agradecimiento a la devoción e interés de Eibon, le había confiado cierta información harto útil en la práctica del ocultismo. Además, habíale proporcionado datos autobiográficos que confirmaban plenamente las leyendas populares. Por razones que no especificó, había llegado a la tierra durante eones anteriores desde el planeta Cykranosh —nombre con que se conocía a Saturno en Mhu Thulan—, mera escala en sus viajes desde mundos y sistemas más remotos.
Después de numerosos años de servicio y ofrendas, obsequió a Eibon, como premio especial, con una bandeja grande, muy delgada y de forma ovalada, confeccionada con un material ultratelúrico; al mismo tiempo le indicó que la colocase como panel, girando sobre goznes, en una habitación alta de su casa. Si se abría el panel, girando hacia fuera, desde la pared al cielo abierto, era posible, gracias a sus propiedades, introducirse en el mundo Cykranosh, a muchos millones de millas en el espacio.
De acuerdo con una explicación un tanto confusa e insatisfactoria, sonsacada al dios, al estar moldeado con una especie de materia procedente de un universo no humano, dicho panel poseía propiedades radiactivas poco frecuentes que le permitían unirse a cualquier dimensión superior del espacio, quedando reducida la distancia a esferas astronómicamente remotas a un mero paso.
No obstante, Zhothaqquah le advirtió a Eibon que sólo utilizase el panel en casos de extrema necesidad, como medio de escape de algún peligro inminente, ya que sería muy difícil, cuando no imposible, devolver a Eibon de Cykranosh, un mundo de difícil adaptación para Eibon, ya que las condiciones de vida eran muy distintas a las de Mhu Thulan, a pesar de no suponer un cambio total de todas las costumbres y normas terrestres, como era el caso en planetas más lejanos.
Algunos parientes de Zhothaqquah habitaban aún en Cykranosh, donde eran adorados por sus pobladores; y Zhothaqquah le había confiado a Eibon el nombre, casi impronunciable, de la deidad más poderosa, añadiendo que le seria útil como contraseña en caso de que tuviera que visitar Cykranosh.
La idea de un panel que se abriese dando paso a un mundo remoto le sonó a Eibon como algo fantástico, por no decir imposible; pero por otro lado, en todo momento y manera había podido constatar la veracidad de la deidad. A pesar de todo, nunca probó la única virtud del panel, hasta que Zhothaqquah —que siempre vigilaba de cerca los acontecimientos subterráneos— le advirtió acerca de las maquinaciones de Morghi, así como del proceso de la ley eclesiástica que se estaba preparando en las cámaras bajo el templo de Yhoundeh.
Perfectamente consciente del poder de los envidiosos contrincantes, Eibon decidió que sería imprudente, por no decir una verdadera locura, dejarse atrapar en sus manos. Tras una corta pero agradecida despedida a Zhothaqquah, cogió un pequeño paquete de carne, queso y vino, y retirándose a su estudio se subió al escritorio. Entonces, apartando la burda pintura de una escena en Cykranosh que Zhothaqquah inspirara a algunos artistas primitivos, empujó el panel escondido.
Una vez más, Eibon constató que Zhothaqquah era un dios sincero: la escena que se extendía más allá del panel era tal que no tenía cabida en ningún lugar de la topografía de Mhu Thulan, u otra región de la Tierra. De hecho, no le resultó nada atractiva; pero no tenía otra alternativa excepto las inquisitorias celdas de la diosa Yhoundeh. Después de considerar las diversas sutilezas y complicaciones de las torturas que Morghi le tenía preparadas, saltó a través de la oquedad hacia Cykranosh con una agilidad insospechada para un mago de tan avanzada edad.
No era mas que un paso; pero al volver la cabeza vio que habían desaparecido tanto el panel como su propia casa. Se encontraba sobre un largo declive de suelo ceniciento, por el que corría una turbia corriente que no era agua, sino un metal líquido parecido al mercurio, desde unos escarpados enormes e inaccesibles de las montañas que se erguían sobre él, para desembocar en un lago rodeado de colinas.
La ladera que descendía a sus pies estaba bordeada de líneas de objetos extraños, y no pudo determinar si eran árboles, formas minerales u organismos de animales, ya que parecían combinar ciertas características conjuntas. Este paisaje prenatural era asombrosamente distinto en cada detalle, bajo un cielo verdinegro que formaba una especie de arco rematado de lado a lado con un triple anillo ciclópeo de una luminosidad deslumbrante. El aire era frío, pero Eibon no encontró molesto el olor a sulfuro ni la extraña sensación a moho que llenaban su nariz y pulmones. Cuando dio algunos pasos por el desagradable terreno, comprobó que tenía la desconcertante fragilidad de cenizas secas después de la lluvia.
Comenzó a descender por la ladera, en parte temeroso de que alguno de los dudosos objetos alargase sus ramas o brazos minerales y parasen su marcha. Había una especie de cactos de obsidiana azul—morada, con brazos que terminaban en espinas enormes con forma de talón, y cabezas que eran demasiado elaboradas para ser frutas o capullos. No se movieron cuando pasó a su lado, pero oyó un leve y singular tintineo con numerosas modelaciones de tono, que le precedían y seguían a lo largo de la ladera. Eibon llegó a la desagradable conclusión de que hablaban entre ellos, decidiendo incluso qué hacer con él.
Sin embargo, pudo llegar hasta el final de la cuesta sin problema alguno, encontrándose con terrazas y salientes de materia descompuesta que formaban una gigantesca escalinata de antiguos eones rodeando el hundido lago de metal líquido. Considerando cuál camino seguir, Eibon permaneció decidido sobre uno de los salientes.
Pero su línea de pensamiento quedó interrumpida por una sombra que sin previo aviso se proyectó sobre él formando un borrón monstruoso en la resquebrajada piedra que yacía a sus pies. Mas no se dejó intimidar por la sombra: se trataba de un desafío para las normas establecidas de la estética, y tanto su deformación como su distorsión eran poco menos que extravagantes.
Se volvió para ver qué clase de criatura había proyectado la sombra. Pero como pudo comprobar, dicho ser no era clasificable, a causa de sus patas cortas, sus brazos excesivamente largos y su cabeza redonda y adormilada colgando de un cuerpo esférico, como si estuviera a punto de realizar una voltereta de funambulista. Mas después de estudiarlo durante un rato, considerando su expresión tímida y adormilada, comenzó a apreciar una semejanza ligera pero invertida con el dios Zhothaqquah. Al recordar que Zhothaqquah le había dicho que la forma que asumía en la Tierra no era la misma que tenia en Cykranosh, Eibon se preguntó si dicho ser no sería un pariente de Zhothaqquah.
Intentaba recordar el casi impronunciable nombre que le confiara el dios como contraseña, cuando el propietario de la sombra, sin al parecer considerar la presencia de Eibon, comenzó a descender por las terrazas y salientes hasta el lago. Su medio de locomoción eran las manos principalmente, ya que sus piernas eran tan absurdamente cortas que no servían ni para dar la mitad del paso necesario en el descenso.
Al llegar al borde del lago, la criatura bebió del metal líquido tan copiosamente que Eibon se convenció de su naturaleza divina: ningún ser perteneciente a un grupo biológico inferior se permitiría satisfacer su sed con una bebida tan extraordinaria. Entonces, al subir de nuevo hasta la terraza donde se encontraba Eibon se paró, y por vez primera pareció advertir su presencia.
Por fin, Eibon pudo recordar el extraño nombre que durante largo tiempo intentara rememorar.
Torpemente, intentó articular «Hziulquoigmnzhah». Estaba claro que el resultado de dicho intento no estaba de acuerdo con las reglas de Cykranosh; no obstante, Eibon hizo lo mejor que pudo con sus órganos vocales. El extraño ser pareció reconocer la palabra, ya que contempló a Eibon con más interés que antes, a través de los desplazados ojos; además, se dignó incluso murmurar algo que sonó a un intento por corregir su pronunciación. Eibon se preguntó cómo llegaría a aprender semejante idioma, o, si después de aprendido, podría pronunciarlo. Sin embargo, se sintió reconfortado al pensar que por fin le habían comprendido.
—Zhothaqquah —dijo, repitiendo el nombre por tres veces seguidas, lo más rotunda y claramente posible.
El fofo ser abrió los ojos un poco más y volvió a corregirle murmurando la palabra Zhothaqquah abreviando mucho las vocales y haciendo hincapié sobre las consonantes. Después se quedó contemplando a Eibon como si no supiera qué determinación adoptar. Por último, levantó uno de sus larguísimos brazos y señaló la costa del lago, donde se podía advertir entre las colinas la entrada de un profundo valle. Al mismo tiempo, pronunció las enigmáticas palabras de Iqhui dlosh odhqlonqh, y entonces, mientras el mago trataba de comprender el significado de esta extraña alocución, se apartó y comenzó a subir los escalones hacia una cueva grande y espaciosa, con una entrada de columnas, y de cuya existencia no se había percatado. Apenas había desaparecido el ser en el interior cuando Eibon fue saludado por el sumo sacerdote Morghi, quien había seguido su rastro por el suelo ceniciento.
—¡Detestable brujo! ¡Abominable hereje! ¡Os arresto! —dijo Morghi con severidad pontifical.
Eibon quedó sorprendido, por no decir asustado; no obstante, se tranquilizó al ver que Morghi estaba solo. Sacó la espada de bronce templado al rojo vivo que siempre llevaba consigo, y sonrió.
—Os recomendaría que moderaseis vuestras palabras, Morghi —le advirtió Eibon—. Además, vuestra idea de arrestarme carece actualmente de sentido, ya que nos encontramos solos en Cykranosh, y tanto Mhu Thulan como los calabozos de Yhoundeh se encuentran a muchos millones de millas de distancia.
Morghi no pareció apreciar dicha información. Frunció el ceño y murmuró:
—Supongo que esto no es más que una muestra de vuestra condenable magia.
Eibon prefirió ignorar la insinuación.
—He estado conversando con uno de los dioses de Cykranosh —dijo condescendientemente—. El dios, cuyo nombre es Hziulquoigmnzhah, me ha encomendado una misión, un mensaje que tengo que entregar, y me ha indicado la dirección que debo seguir. Sugiero que dejéis a un lado nuestras diferencias mundanas y me acompañéis. Sin duda podríamos cortarnos la cabeza mutuamente, o sacarnos las entrañas, ya que ambos llevamos armas. Pero teniendo en cuenta las circunstancias actuales, estoy seguro de que comprenderéis la puerilidad, por no decir la mera inutilidad, de semejante procedimiento. Si ambos vivimos podremos ayudarnos mutuamente, en un mundo extraño y desconocido, cuyos problemas y dificultades son, si no me equivoco, dignos de nuestros poderes conjuntos.
Morghi expresó duda y consideró las palabras de Eibon.
—De acuerdo —contestó de mal grado—. Accedo. Pero os advierto que los asuntos pendientes recobrarán su curso habitual cuando regresemos a Mhu Thulan.
—Eso —replicó Eibon— no es más que una contingencia que no debe preocuparnos por el momento a ninguno de los dos. ¿Comenzamos?
Mientras hablaban, los dos hyperbóreos habían seguido un desfiladero que se alejaba del lago de metal líquido, entre colinas cuya vegetación se iba espesando, además de adquirir mayor variedad, a la vez que iban descendiendo de altitud. Pronto se encontraron en el valle que el balanceante bípedo indicara al mago. Morghi, inquisitivo por naturaleza, bombardeaba a Eibon con preguntas.
—¿Quién o qué era ese ente singular que desapareció dentro de la cueva poco antes de que os imprecara?
—Era el dios Hziulquoigmnzhah.
—Y, decidme, ¿quién es ese dios? Confieso que nunca oí hablar de él.
—Es el tío paterno de Zhothaqquah.
Morghi guardó silencio, excepto por un extraño sonido que podía interpretarse como un estornudo interrumpido o como una exclamación de disgusto Pero al cabo de un rato preguntó:
—¿Y en qué consiste vuestra misión?
—Eso lo sabréis a su debido tiempo —respondió Eibon con dignidad sentenciosa—. No me es lícito comentarlo por ahora. Soy portador de un mensaje del dios que debo entregar únicamente a determinadas personas.
Sin desearlo, Morghi quedó muy impresionado.
—Bueno, supongo que sabréis lo que estáis haciendo y hacia dónde os encamináis. ¿No podríais darme una pista sobre nuestro destino?
—También eso lo sabréis a su debido tiempo.
Las colinas se deslizaban suavemente hacia una llanura con numerosos y frondosos bosques, cuya flora desesperaría a cualquier botánico de la Tierra. Cuando pasaron la última colina, Eibon y Morghi llegaron a un estrecho camino que comenzaba abruptamente y se perdía en la lejanía. Sin dudarlo un instante, Eibon se internó por el camino. Por otro lado, tampoco tenía otra alternativa, ya que a cada paso los arbustos de plantas minerales y los árboles se hacían más impenetrables. Delimitaban el camino a uno y otro lado, con ramas tan afiladas como puntas de flechas u hojas de dagas, filos de espadas o agujas.
Eibon y Morghi no tardaron en observar que el camino estaba lleno de huellas de pie bastante grandes, redondas y con señales de garras salientes. Sin embargo, no se comunicaron sus preocupaciones.
Después de un par de horas caminando a lo largo del ceniciento camino, entre vegetación más fea aún que las formas acuchilladas y caltropos, los viajeros recordaron que estaban hambrientos. Con la prisa por arrestar a Eibon, Morghi se había olvidado de desayunar; por su parte, al propio Eibon le había ocurrido lo mismo al escapar a toda prisa de Morghi. Hicieron un alto en la cuneta, y el mago compartió su comida y su vino con el sacerdote. Comieron y bebieron frugalmente, dado que las provisiones eran escasas, y por lo que podía deducir del paisaje que les rodeaba, no era muy posible que encontrasen viandas apropiadas al sustento del hombre.
Reanimados y fortalecidos después de tan frugal colación, reanudaron su marcha. No habían andado mucho cuando llegaron a la altura de un llamativo monstruo, autor, sin duda, de las numerosas huellas. Dicho ser estaba a cuatro patas, presentándoles sus enormes cuartos traseros, y llenando por completo el camino a lo largo de un trecho indefinible. Los viajeros pudieron observar que poseía numerosas patas cortas, pero no pudieron hacerse idea de cómo serían la cabeza o cuartos delanteros.
Eibon y Morghi se mostraron alarmados.
—¿Se trata de otro de vuestros dioses? —preguntó Morghi con cierta ironía.
El mago no respondió, pero se dio cuenta de que su reputación estaba en juego. Se adelantó valientemente y gritó: «Hziulquoigmnzhah» lo más sonoramente que pudo. Al mismo tiempo desenvainó la espada y la introdujo entre dos placas de la malla llena de pinchos que cubría los cuartos traseros del monstruo.
Para su tranquilidad, el animal comenzó a moverse y reanudó su marcha a lo largo del camino. Los hyperbóreos le siguieron, y cada vez que se paraba o disminuía la velocidad Eibon repetía la fórmula que tan buenos resultados le había dado. Morghi no tuvo más remedio que contemplarle con cierta admiración.
De este modo, caminaron aún durante varias horas. El gran anillo luminoso y triple se arqueaba todavía sobre el cenit, aunque un sol de escaso tamaño y fríos rayos interceptaba el anillo, mientras descendía hacia el Oeste de Cykranosh. El bosque que se erguía a lo largo del camino parecía un alto muro de afilado follaje metálico; pero ahora podían distinguirse otros caminos y senderos que se ramificaban del que seguía el monstruo.
Reinaba el silencio, y lo único que se oía era el arrastrar de las numerosas patas del desagradable animal. El sumo sacerdote estaba cada vez más arrepentido por haberse apresurado en su persecución de Eibon a través del panel; por su parte, Eibon deseaba que Zhothaqquah le hubiera instruido en cuanto a su entrada en un mundo totalmente distinto. Pero un repentino clamor producido por profundas y resonantes voces que surgían de algún lugar delante del monstruo les sacó de sus respectivas meditaciones. Se trataba de un verdadero pandemonio de gritos y gruñidos guturales inhumanos, con notas que reflejaban reprobación y condena, algo parecido al golpear de tambores, como si un grupo de seres inimaginables
estuviese reprendiendo al monstruo.
—¿Y bien? —inquirió Morghi.
—Todo lo que tengamos que contemplar se revelará a su debido tiempo —apuntó Eibon.
El bosque desaparecía rápidamente, mientras que se acercaba el clamor de los gritos. Siguiendo aún los cuartos traseros del polípedo animal, que se arrastraba con una lentitud forzada, los viajeros llegaron a un espacio abierto donde se encontraron ante un cuadro de lo más singular. El monstruo, sin duda domesticado e inofensivo, se retraía ante un grupo de seres más o menos del tamaño del hombre, cuya única arma consistía en aguijones con largos mangos.
Dichos seres, que aunque eran bípedos, y no tan extraños en su estructura anatómica como el ser que Eibon se encontrara al borde del lago, presentaban una sola masa, y las orejas, ojos, nariz, bocas y otros órganos de desconocida utilidad estaban repartidos por el pecho y el abdomen. Estaban completamente desnudos, y la pigmentación era bastante oscura, sin trazas de pilosidad alguna. Detrás de ellos podían observarse numerosos edificios, cuya estructura no concordaba con el concepto humano de simetría arquitectónica.
Valerosamente, Eibon se adelantó, con un Morghi discreto y temeroso a sus talones. Los seres torso—cabezudos cesaron de reprender al monstruo y escudriñaron a los terrestres con expresiones de difícil interpretación, a causa de la relación extraña y desconcertante entre sus rasgos.
—¡Hziulquoigmnzhah! ¡Zhothaqquah! —exclamó Eibon con solemnidad y sonoridad oraculares. Después de una pausa impregnada de hieratismo, exclamó—: ¡Iqhui dlosh odhqlonqh!
El resultado no pudo ser más positivo, incluso de una fórmula tan sorprendente: los habitantes de Cykranosh inclinaron sus cuerpos y saludaron al mago hasta que la parte frontal tocaba el suelo.
—He llevado a término mi misión, ya que he entregado el mensaje que me encomendara Hziulquoigmnzhah —dijo Eibon a Morghi.
Durante varios meses cykranóshicos ambos hyperbóreos recibieron el trato de huéspedes de honor por parte de estos seres menudos, honorables y virtuosos, cuyo nombre era bhlemphroimos. Excepcionalmente dotado para los idiomas, Eibon realizó verdaderos progresos en el idioma local, mientras que Morghi avanzaba con más lentitud. En poco tiempo, Eibon adquirió un gran conocimiento de las costumbres, modos de vida, ideas y creencias de los bhlemphroimos, aunque dicho conocimiento le produjo una mezcla de desilusión y de iluminación.
Como pronto se enteró, el monstruo que tan valientemente les guiara a Morghi y a él no era más que un animal doméstico de carga, que se había alejado de sus dueños por entre la vegetación mineral de las tierras desérticas muy próximas a Vhlorrh, la ciudad principal de los bhlemphroimos. Las genuflexiones de que fueron objeto a su llegada significaban una expresión de gratitud por la devolución de dicho animal, y no, como imaginara Eibon en un principio, como muestra de reconocimiento ante los nombres divinos que expresara en la temible frase de Iqhui dlosh odhqlonqh.
Sin embargo, el ser con el que se había encontrado junto al lago sí era el dios Hziulquoigmnzhah; y, por lo que pudo deducir, existían lejanas tradiciones de Zhothaqquah en algunos mitos de los bhlemphroimos. Pero al parecer, dicho pueblo presentaba un carácter claramente materialista, y desde hacía mucho había dejado de ofrecer sacrificios y oraciones a los dioses; no obstante, cuando se referían a ellos lo hacían con verdadero respeto, y sin blasfemia alguna.
Eibon aprendió que las palabras Iqhui dlosh odhqlonqh pertenecían sin duda alguna al lenguaje privado de los dioses, incomprensible desde hacía tiempo para los bhlemphroimos; sin embargo, un pueblo vecino, los ydheemos, lo seguían estudiando, a la vez que conservaban y cultivaban el antiguo rito formal de Hziulquoigmnzhah y otras deidades afines.
Estaba claro que los bhlemphroimos eran una raza eminentemente práctica, y sus intereses inmediatos se limitaban al cultivo de una gran variedad de fungus comestibles, la cría de enormes animales centipedos y la propagación de su propia raza. Esto último, según les informaron a Eibon y a Morghi, consistía en un extraño proceso: aunque los bhlemphroimos eran bisexuales, se elegía a una sola hembra de cada generación para los deberes de reproducción; dicha hembra se convertía en la madre de una nueva generación entera, después de alimentarse a base de una comida preparada con un fungus especial, y adquirir el tamaño de un mamut.
Después de iniciarse a conciencia en la vida y costumbres de Vhlorrh, los hyperbóreos disfrutaron el privilegio de visitar a la madre nacional, llamada la Djhenquomb, quien ya había logrado las proporciones exigidas después de numerosos años de alimentación científica. Habitaba en un edificio que, por razones obvias, era mayor que cualquiera de las casas de Vhlorrh. Su única y exclusiva actividad consistía en la consumición de enormes cantidades de comida. Tanto el mago como el inquisidor quedaron impresionados, por no decir cautivados, por la amplitud casi montañosa de sus encantos, así como por lo insólito de sus rasgos. Según les informaron, el padre (o los padres) aún no habían sido seleccionados.
El hecho de que los hyperbóreos poseyeran cabezas separadas constituía un verdadero interés biológico a los ojos de sus anfitriones. Estos últimos, como pronto se informaron Eibon y Morghi, no siempre carecieron de cabeza, ya que habían alcanzado su estado actual a través de un lento proceso de evolución. a lo largo del cual la cabeza del bhlemphroimo prototípico se había ido incrustando gradualmente en el torso, hasta formar parte del mismo. Pero, al contrario que otros pueblos, no consideraban su estado de desarrollo con complacencia. De hecho, suponía una fuente de tristeza nacional: deploraban la deformación natural en este sentido, y la llegada de Eibon y Morghi, considerados como ejemplos ideales de evolución cefálica, supuso un acicate más para su tristeza.
Por su parte, el mago y el inquisidor encontraban aburrida su existencia entre los bhlemphroimos, especialmente después de que se agotase el atractivo de lo exótico. Por un lado, la dieta resultaba monótona, ya que casi siempre estaba compuesta de setas crudas, cocidas o asadas, salteadas en raras ocasiones con trozos de carne, vasta y fláccida, de los monstruos domesticados. Por otro lado, dichas gentes, aunque siempre se mostraban correctas y respetuosas, no parecían asombrarse lo más mínimo ante las exhibiciones de magia hyperbórea, con cuyos trucos tanto Eibon como Morghi se esforzaban por complacerles; y por último, su falta absoluta de ardor religioso dificultaba cualquier tarea de carácter evangélico. Pero lo peor de todo era que como no tenían imaginación alguna, no se sintieron impresionados al saber que sus visitantes habían llegado procedentes de un remoto mundo ultracykranóshico.
—Me da la sensación —dijo Eibon a Morghi cierto día— que el dios estaba bastante equivocado al dignarse enviar a estas gentes cualquier mensaje.
Poco después, un numeroso comité de bhlemphroimos se presentó ante Eibon y Morghi para informarles que habían sido elegidos para padres de la siguiente generación, y que en consecuencia tenían que contraer matrimonio inmediatamente con la madre tribal, esperando que de esta unión naciese una raza de bhlemphroimos con sus cabezas bien formadas.
Eibon y Morghi se sintieron muy agradecidos por el honor concedido; pero al recordar a la gigantesca hembra que acababan de ver, Morghi se sintió inclinado a rememorar sus votos sacerdotales de celibato, mientras que Eibon decidió tomarlos a su vez inmediatamente. A pesar de todo, el inquisidor se sentía tan honrado que casi se queda sin habla; pero, por su parte, el mago dio muestras de una extraña presencia de ánimo al contemporizar con algunas preguntas acerca del estatus social y legal que disfrutarían él y Morghi como esposos de Djhenquomb. Los ingenuos bhlemphroimos le dijeron que ese problema sería de corta duración, puesto que después de realizar sus deberes maritales los esposos eran servidos a la madre nacional bajo la forma de guisado de carne u otras preparaciones culinarias.
Los hyperbóreos intentaron ocultar la repugnancia que les producía semejantes honores. Pero Eibon, verdadero maestro de la diplomacia en cualquier circunstancia, aceptó formalmente en nombre suyo y de su compañero. Cuando se hubo marchado la delegación de bhlemphroimos, le dijo a Morghi:
—Ahora más que nunca estoy convencido de que el dios estaba equivocado. Debemos partir de la ciudad de Vhlorrh lo más rápidamente posible, y continuar nuestro viaje hasta que encontremos un pueblo digno de recibir su comunicado.
Al parecer, nunca se les había ocurrido a los sencillos y patrióticos bhlemphroimos que la paternidad de la siguiente generación nacional sería un privilegio rechazable. Eibon y Morghi no estaban obligados a restricción alguna, y por lo tanto nadie vigilaba sus movimientos. Así, resultaba fácil abandonar la casa que se les había asignado como domicilio, mientras los sonoros gruñidos de sus anfitriones se elevaban hacia el gran anillo de las lunas cykranóshicas, y continuar el camino principal que conducía desde Vhlorrh hacia el país de los ydheemos.
Ante ellos se extendía el camino bien delimitado, y la luz del anillo era casi tan brillante como a plena luz del día. Caminaron un largo trecho a través de un paisaje distinto pero siempre único antes de la salida del sol, y en consecuencia antes de que los bhlemphroimos se enterasen de su partida. Pero estos bípedos de escasa inteligencia estaban demasiado perplejos y confundidos por la pérdida de los huéspedes a quienes habían escogido como progenitores como para pensar en seguirles.
La tierra de los ydheemos —como anteriormente les indicaron los bhlemphroimos— se encontraba a muchas leguas de distancia, y para llegar hasta allí debían atravesar numerosos espacios de desiertos cenicientos, de cactos minerales, de bosques de fungosos, así como altísimas montañas. Llegaron a la frontera de los bhlemphroimos, señalada con una escultura tosca de la madre tribal, poco antes del amanecer.
A lo largo de todo el día siguiente viajaron a través de numerosas razas a cada cual más extraña, características de la población de Saturno. Vieron a los djhibbis, ese pueblo con forma de pájaro que permanece acurrucado en sus casas durante años enteros, entregado a profundas meditaciones sobre el cosmos, y que a intervalos muy prolongados se lanzan unos a otros las místicas sílabas de yop, yeep y yoop, que según la tradición expresan una serie insondable de pensamientos esotéricos.
También se encontraron con esos pigmeos minúsculos, los ephiqhs, que construyen sus casas ahuecando el tronco de ciertos fungus grandes, y están casi constantemente buscando nuevas moradas porque las viejas se les derrumban, quedando reducidas a cenizas en pocos días. Y pudieron escuchar el croar subterráneo de ese pueblo misterioso, los ghlonghos, temerosos no sólo de la luz solar, sino también de la luz del anillo lunar, y que ningún habitante de la superficie ha visto jamas.
Pero a la caída del sol, Eibon y Morghi habían atravesado los dominios de las mencionadas razas, e incluso trepado los escarpados inferiores de las montañas que aún les separaban de los ydheemos. Cuando llegaron a las mismas, su. cansancio les obligó a descansar bajo una arista protegida, y como ya no temían la persecución de los bhlemphroimos, se envolvieron en sus mantos para protegerse del frío; después de una frugal cena a base de setas crudas, cayeron profundamente dormidos.
Su reposo se vio perturbado por una serie de sueños cacodemoniacos, donde ambos creyeron estar capturados por los bhlemphroimos, quienes les obligaban a desposarse con la Djhenquomb. Despertaron poco antes del amanecer, inquietos aún por visiones que parecían verídicas, y reanudaron con redoblado afán su ascensión por las montañas.
Las colinas y vaguadas que se erguían sobre sus cabezas eran lo suficientemente desoladoras como para desalentar a cualquier viajero que no tuviese ni su fortaleza física ni el pánico que les impulsaba a seguir.
Los altos bosques de fungus se habían reducido a tamaños casi diminutos, y al cabo de un trecho no eran mayores que plantas de musgo; después sólo quedaba la roca desnuda y negra. Eibon, delgado y nervudo, no tuvo grandes dificultades en el ascenso; pero Morghi, con su amplitud y atavío sacerdotal, pronto se fatigó. Cada vez que se paraba para recuperar el aliento, Eibon le gritaba:
—¡Pensad en la madre nacional! —y Morghi se lanzaba hacia delante como una cabra montesa ágil pero algo asmática.
Al mediodía llegaron a una garganta custodiada por un alto pico, desde donde pudieron contemplar a sus pies el país de los ydheemos. Comprobaron que se trataba de un reino amplio y fértil, con bosques de setas gigantes y otras plantas superiores en tamaño y número a las de cualquier región que habían atravesado. Incluso las laderas de las montañas parecían ser más fructíferas en esta vertiente, ya que no habían descendido apenas cuando Eibon y Morghi se encontraron bajo arcos de enormes ortigas y tréboles.
Estaban admirando la magnitud y variedad de dichas plantas, cuando oyeron sobre sus cabezas un ruido estruendoso, procedente de las montañas. El ruido se acercaba, atrayendo el rugido de nuevos truenos. Eibon hubiera rezado a Zhothaqquah, y Morghi hubiera suplicado a la diosa Yhoundeh, pero desgraciadamente no había tiempo. Se encontraron apresados en una gran masa de ortigas que rodaban y tréboles amontonados por la enorme avalancha que había comenzado arriba, en las alturas; y arrebatados en cuestión de segundos, terminaron el descenso de la montaña en menos de un minuto presos de una rapidez vertiginosa y en medio de un montón de fungus cada vez mayor.
Al intentar salir de la pila de restos vegetales donde se encontraban sepultados, Eibon y Morghi pudieron apreciar que el estruendo persistía, a pesar de que la tormenta había cesado. Además, sintieron otros ruidos y movimientos en la pila de hierbas, aparte de los suyos. Cuando consiguieron sacar el cuello y los hombros, descubrieron que los autores del estruendo no eran otros que unas gentes cuya diferencia básica con respecto a sus anteriores anfitriones era que poseían una cabeza.
Pertenecían a los ydheemos, y la avalancha había caído sobre una de sus ciudades. Los tejados y las torres emergían poco a poco de entre la masa de rocas y ortigas, y justo enfrente de los hyperbóreos se elevaba un gran edificio, con aspecto de templo, en cuya puerta bloqueada estaba trabajando una multitud de ydheemos. Al ver a Eibon y a Morghi suspendieron su faena, y el mago que había conseguido salir de la montaña de plantas, después de cerciorarse de que todos sus huesos y miembros estaban intactos, escogió la oportunidad que le brindaban y se dirigió a ellos.
—¡Escuchad! —dijo con gran imperio—, he venido a traeros el mensaje del dios Hziulquoigmnzhah. Lo he traído fielmente a pesar de los caminos sembrados de peligros y aventuras. En las palabras divinas del dios quiere decir lo siguiente: «Iqhui dlosh odhqlonqh».
Como les habló en el dialecto de los bhlemphroimos, que era algo distinto al suyo, quizá la primera parte de la alocución no quedase muy clara para los ydheemos. Pero Hziulquoigmnzhah era su divinidad tutelar, y conocían el lenguaje de los dioses. Ante las palabras: «Iqhui dlosh odhqlonqh» la actividad se reanimó sensiblemente, provocando un constante movimiento por parte de los ydheemos, un griterío de órdenes guturales y un resurgimiento de cabezas y cuerpos de entre la avalancha.
Los que habían salido del templo retornaron a él, para volver a salir llevando entre ellos una enorme imagen de Hziulquoigmnzhah, algunos iconos más pequeños de deidades menos importantes, y un ídolo muy antiguo en el que tanto Eibon como Morghi reconocieron un gran parecido con Zhothaqquah. Otros ydheemos sacaron sus enseres y muebles de las casas, y cantando pidieron a los hyperbóreos que evacuasen con ellos la ciudad.
Eibon y Morghi no entendían lo que ocurría. Y hasta que no construyeron otra ciudad completamente nueva, en una llanura rodeada de bosques de fungus, a un día de marcha, donde les instalaron en el nuevo templo junto a sus propios sacerdotes, no se enteraron del porqué: ni del sentido de las palabras «Iqhui dlosh odhqlonqh». Dichas palabras tan sólo querían decir: «Poneos en marcha», pero el dios se las había dicho a Eibon a modo de despedida. No obstante, la coincidencia de la avalancha con la llegada de Eibon y Morghi portadores de semejante mensaje de parte del dios fue interpretada por los ydheemos como una llamada para que se retirasen junto con sus dioses a otro lugar distinto. De ahí, el éxodo del pueblo con sus ídolos y enseres domésticos.
La ciudad recién fundada recibió el nombre de Ghlomph, en memoria de la que había quedado enterrada por la avalancha. Hasta el final de sus días, tanto Eibon como Morghi fueron objeto de constantes honores, ya que su llegada con el mensaje de «Iqhui dlosh odhqlonqh» no pudo ser, en efecto, más afortunada, ya que no había riesgo de más avalanchas que atentasen contra la seguridad de Ghlomph dada su lejanía de las montañas.
Los hyperbóreos compartieron el aumento de la afluencia cívica y bienestar de los ciudadanos, como resultado de dicha seguridad. No existía madre nacional entre los ydheemos, cuya propagación era muy distinta a la de los bhlemphroimos, y la existencia transcurría tranquila y segura. Eibon, por lo menos, se encontraba en su elemento: las noticias que había traído de parte de Zhothaqquah, que todavía era adorado en esta región de Cykranosh, le permitieron establecerse como una especie de profeta menor, aparte incluso del renombre que disfrutaba como portador del mensaje divino y fundador de la nueva ciudad de Ghlomph.
Sin embargo, Morghi no era del todo feliz. Aunque los ydheemos eran religiosos, su fervor no era ni exagerado ni intolerante; por lo tanto, resultaba imposible iniciar una inquisición entre ellos. Pero todavía había compensaciones: el vino del fungus que fabricaban los ydheemos era muy fuerte y de sabor agradable, y había hembras disponibles para quien no tuviera grandes pretensiones. En consecuencia, tanto Eibon como Morghi se instalaron en un régimen eclesiástico, que, después de todo, no era tan radicalmente diferente del de Mhu Thulan u otro lugar de su planeta.
Estas fueron las aventuras y éste fue el final de la desabrida pareja de Cykranosh. Pero en la torre de basalto negro de Eibon que se elevaba sobre el saliente del mar del norte en Mhu Thulan, los subordinados de Morghi aguardaron su regreso durante muchos días, sin desear seguir al sumo sacerdote a través del panel mágico, y sin atreverse a abandonar la habitación desobedeciendo sus órdenes.
Por último, una dispensa especial emitida por el quiromante, que reemplazaba a Eibon temporalmente, les permitió abandonar la vigilancia. Pero desde el punto de vista de la jerarquía de Yhoundeh, el resultado del asunto no podía ser más desagradable. Era opinión general que Eibon no sólo se había escapado gracias a la poderosa magia que aprendiera de Zhothaqquah, sino que además había conseguido que Morghi se fuera con él. El resultado de dicha creencia fue que desapareció la fe en Yhoundeh, mientras se producía un renacimiento general del culto a Zhothaqquah a través de Mhu Thulan, durante el último siglo antes de la llegada de la gran Era Glaciar.
English original: La Puerta De Saturno (The Door to Saturn)