-¿POR QUÉ siempre tienes tanta prisa, mi pequeñín? -la voz de Mamá Antoinette, la bruja, sonó amorosamente rasposa. Guiñó el ojo a Pierre, el joven aprendiz del boticario, con sus ojos saltones y sin parpadear, como los de un sapo. Los pliegues debajo de su barbilla se hinchaban y deshinchaban a la manera de un gran batracio. Cuando se inclinó y acercó el rostro al del joven, de su raída toga sobresalieron unos enormes pechos, pálidos como el estómago de las ranas.
El chico no dijo nada y ella se aproximó aún más hasta que le pudo notar, en el hueco de los senos, una humedad que brillaba como el rocío de los pantanos... como las babas de un anfibio... una humedad que parecía albergarse allí perpetuamente. La bruja siguió hablando con su tono engatusadoramente áspero.
-Quédate un poquito más esta noche, mi corderito desvalido. Nadie se dará cuenta en el pueblo. Y a tu maestro no le importará.
Atrajo a Pierre hacia ella con sus trémulos pliegues de grasa. Sus dedos cortos y planos le tomaron una de las manos. Daban la impresión de estar unidos por una membrana. Se la llevó a uno de los pechos. Pierre retiró la mano y se apartó discretamente. Más por repulsa que por vergüenza, desvió la mirada. La bruja le doblaba sobradamente en edad, encontraba sus encantos demasiado bruscos y groseros para que lo llegasen a tentar. Aparte, su reputación como hechicera era tal que habría reaccionado igual si se hubiera tratado de una mujer más joven y hermosa. Sus prácticas la convertían en un ser temible para la gente del común de aquella apartada provincia, donde se seguía creyendo en hechizos y filtros. La llamaban Mamá Sapo por varios motivos. Los sapos se arremolinaban masivamente en torno a su cabaña, se decía que eran parientes suyos. Circulaban rumores de su relación con la hechicera, de que les encargaba misiones. Todas aquellas historias resultaban muy creíbles entre el pueblo a causa del notable parecido con los batracios que guardaban sus facciones.
A Pierre le parecía repulsiva, del mismo modo que le repelían los enormes sapos que en ocasiones encontraba al anochecer, en el sendero que unía la cabaña de la bruja con el pueblo de Les Hiboux. En aquellos instantes percibió el croar de varios de ellos. Por algún extraño motivo, le dio la impresión de que el croar imitaba en cierto modo las palabras de la bruja. Se dijo a sí mismo que pronto anochecería. Recorrer el sendero de noche entre los páramos no era precisamente una experiencia agradable. Por eso aumentaron sus deseos de marcharse cuanto antes. Sin contestar a la invitación de Mamá Antoniette, tomó el frasco triangular negro que había sobre la sucia mesa. Contenía un filtro de peculiares propiedades que su maestro, Alain le Dindon, le había encargado que fuese a buscar. Le Dindon, el boticario de la aldea, solía recurrir a ciertas pócimas de procedencia dudosa que le suministraba la bruja y Pierre frecuentaba la cabaña para cumplir sus recados. El viejo boticario, rudo y obsceno, en ocasiones se metía con Pierre a causa de la predilección que le manifestaba Mamá Antoinette. "Una de estas noches, hijo mío, te quedarás en su cabaña", se burlaba. "Ándate con ojo o el Gran Sapo te estrujará." Cuando se dio la vuelta para iniciar el regreso al pueblo, el muchacho se enojó al acordarse de esas palabras.
-Quédate -insistió Mamá Antoinette-. La niebla es fría en el páramo y se espesa con rapidez. Como sabía que vendrías a verme, he calentado con especias, para ti, una buena jarra de tinto de Ximes.
Retiró la tapa de una jarra de barro y vertió su contenido en una gran copa. El tinto humeaba deliciosamente; la cabaña se impregnó con el olor de las especias, anulando los efluvios menos atrayentes de un caldero que hervía, a fuego lento, tritones medio desecados, víboras, alas de murciélago, hierbajos nauseabundos que pendían de los muros, así como el tufo de las oscuras velas de sebo y brea que siempre ardían, de día y de noche, en el lóbrego interior de la vivienda.
-Beberé un poco -accedió Pierre no sin recelos-. Siempre y cuando no contenga ninguna de vuestras pociones.
-Sólo se trata de un magnífico vino, cosecha de hace cuatro años, aderezado con especias de Arabia -repuso la hechicera con tono meloso-. Calentará tu estómago... y... -cuando Pierre finalmente aceptó la copa, añadió algo inaudible.
Antes de tomar el contenido, inhaló los vapores con ciertas precauciones; sin embargo, el magnífico aroma del caldo lo tranquilizó por completo. No contenía ninguna sustancia sospechosa, ningún filtro brujeril: por lo que tenía entendido, los preparados de la hechicera olían terriblemente mal. Aun así, como avisado por un sexto sentido, dudó. Entonces se acordó de que el aire del atardecer era realmente frío; que a medida que se había aproximado a la cabaña, la bruma se había tejido a sus espaldas. El vino lo reconfortaría, le vendría muy bien para afrontar el regreso a Les Hiboux. Apuró el contenido de un trago y dejó la copa sobre la mesa.
-Es verdad, está muy bueno -reconoció-. Pero ya es hora de que me vaya.
Mientras hablaba, sintió el calor del alcohol y las especias recorriéndole las venas y llegándole al estómago... y también el calor de algo más ardiente. Percibió su propia voz como muy distante, irreal, como si hablara desde un lugar muy elevado. El calor arreció para envolverlo cual llamas doradas nutridas por combustibles mágicos. La sangre, furibundo torrente, circulaba cada vez con más frenesí por su cuerpo. A sus oídos llegaba un suave pero profundo estruendo y la mirada se le sumió en un plácido desconcierto. De algún modo, la cabaña semejó aumentar de tamaño y todo resplandeció a su alrededor. Apenas si reconocía el desastrado mobiliario, la acumulación de siniestros desperdicios iluminados por el exultante esplendor de velas negras cuyas llamas despedían un fuego vibrante que se elevaba e hinchaba en la suave oscuridad hasta cobrar dimensiones colosales. La sangre le bullía como al compás de las llamas. Por un instante pensó que había caído presa de un hechizo, provocado por el vino de la bruja. Le entró un miedo terrible, sólo tenía ganas de largarse cuanto antes. Entonces reparó en que tenía a su lado, muy cerca, a Mamá Antoinette.
Se maravilló del cambio que había experimentado la mujer. El temor y la sorpresa se desvanecieron al unísono, junto con su antigua repulsión. Comprendió por qué aquel ardor mágico iba in crescendo en su interior, por qué la carne le palpitaba como las llamas de las velas: la falda raída yacía a sus pies, la tenía delante de él completamente desnuda como Lilith, la primera de las brujas. Su deforme e hinchado cuerpo se había tornado voluptuoso; los carnosos labios eran la promesa de besos cuya pasión jamás conseguirían emular otros labios. Los huecos de sus cortos y gruesos brazos, la concavidad de sus voluminosos y caídos senos, las marcadas arrugas del rostro, los deformes bultos sebosos de caderas y piernas, eran un borroso recuerdo sustituido por unas formas rebosantes de encanto y seducción.
-Y ahora, ¿te gusto, mi pequeñín? -preguntó.
Cuando ella lo atrajo hacia su pecho para estrecharlo fuertemente no se apartó, sino que fue a su encuentro con las manos ardientes de pasión. Los miembros de la mujer estaban fríos y húmedos; sus pechos cedieron como los hierbajos sobre el lecho de una ciénaga. Su cuerpo era pálido y carecía de vello; sin embargo, en algunas zonas destacaba una peculiar irregularidad... como la piel de un sapo... cosa que, en lugar de extinguirle el deseo, se lo exacerbó aún más.
Era una mujer tan voluminosa que apenas conseguía tocarse los dedos al rodearla con los brazos. Sus dos manos juntas apenas si abarcaban un solo seno. Pero el vino había trastornado su sangre con emponzoñado ardor. Lo condujo a un lecho que había junto al hogar, en el que un enorme caldero bullía enigmáticamente emanando vapores en extrañas y retorcidas espirales de humo que sugerían figuras tan ambiguas como obscenas. El lecho estaba raído y medio destartalado, pero la carne de la hechicera era como una montaña de grandes y mullidos cojines...
Pierre se despertó al amanecer, cuando las grandes y negras velas se habían consumido del todo. Mareado y confuso, en vano intentó recordar dónde se hallaba y qué había sucedido. Y entonces, al girarse un poco, a su lado y sobre el lecho vio un ser de pesadilla, una figura en forma de sapo tan grande como una mujer obesa. Las extremidades remitían vagamente a las piernas y brazos de una hembra. Aquel cuerpo lleno de verrugas se hinchó y lo atrajo, y notó la suavidad de algo redondeado que de algún modo remitía a un pecho.
Le asaltaron las náuseas a medida que se le desperezaron los recuerdos de la noche transcurrida en la cabaña. La bruja lo había engañado vilmente y él había cedido a sus maléficos encantos. Era como si algún espíritu diabólico lo oprimiera y usara todo su poder para oprimirle el cuerpo y las extremidades. Cerró los ojos, incapaz de seguir contemplando aquella abominación que era la auténtica forma corporal de Mamá Antoinette. Paulatinamente, con extraordinario denuedo, se fue apartando de aquella criatura que lo apretaba contra ella. Sus movimientos no parecieron despertarla y, por fin, pudo saltar del lecho. Una vez más, emponzoñado por una nociva fascinación, contempló la amorfa y enorme masa de Mamá Antoinette. Acaso todo aquello se hubiera tratado de una mera ilusión, un delirio sufrido entre vigilias y sueños, pesadilla y realidad. Había algo de aquel horror que se le escapaba en el lodazal del olvido; sin embargo, en su interior persistía una sensación de repulsiva repugnancia que le recordaba las obscenidades a las que había sucumbido. Atemorizado por si la bruja se despertaba, salió sigilosamente de la cabaña.
Era pleno día pero una fría y espesa niebla lo cubría todo, amortajando las ciénagas plagadas de juncos y pendiendo cual fantasmal velo sobre el sendero que conducía a Les Hiboux. Como si se moviera con rapidez y furia, la bruma parecía perseguirlo por detrás para atraparlo con garras etéreas, mientras se encaminaba a su casa. Pierre se estremeció al notar su contacto. Inclinó la cabeza y se arrebujó en la capa. Pero la niebla se iba espesando más y más, para formar una inabarcable tela de araña que se apoderaba de todo el aire hasta hacerlo prácticamente irrespirable. El muchacho sólo discernía unos pasos más allá las sinuosas curvas del sendero. Apenas si reconocía los lugares por los que tantas veces había pasado, las mimbreras y los sauces que súbitamente se interponían en su camino como grises espectros y se desvanecían en la vacuidad cuando llegaba a su altura. Jamás había visto semejante niebla: era como si un millar de marmitas de hechiceros hirvieran al unísono.
No podía precisar el punto exacto en que se hallaba, pero calculó que había cubierto la mitad del itinerario. Y entonces, de repente, empezó a toparse con los sapos. Habían permanecido ocultos tras la niebla. Deformes, inusualmente grandes e hinchados, en cuclillas en medio del camino o saltando despreocupadamente delante de él en las frondosas tinieblas o en ambas lindes del sendero. Varios de ellos se golpearon contra sus pies. Sin pretenderlo, pisoteó uno y resbaló a causa de la pulpa informe en que había devenido; estuvo a punto de caer junto a uno de los bordes del pantano. Presintió que las aguas tenebrosas lo esperaban anhelantes, pero finalmente recuperó el equilibrio y las pudo evitar.
Cuando volvió al sendero, aplastó a más sapos y los convirtió en una repugnante masa sanguinolenta y machacada. El suelo del pantano estaba completamente tapizado de sapos. Aquellos pegajosos cuerpos saltaban hacia él emergiendo de la niebla; le golpeaban las piernas, el torso, incluso el rostro. Lo atacaban por escuadrones, como una demoniaca legión de perversos engendros. En sus movimientos se intuía cierta malignidad, un propósito diabólico. Le impedían avanzar. Fue dando bandazos a diestro y siniestro, resbalando continuamente, mientras se protegía la cara con las manos. Sentía una consternación espantosa, un horror asfixiante. Le dio la sensación de que de algún modo volvía a sufrir la pesadilla de despertarse en la cabaña de la hechicera.
Los sapos siempre venían en sentido de Les Hiboux, como si tuvieran el propósito de hacerlo regresar a la cabaña de Mamá Antoinette. Se lanzaban contra él como un inhumano granizo, como proyectiles arrojados por demonios invisibles. Cubrían totalmente la campiña, llenaban el aire con sus cuerpos, a punto de sepultar al muchacho. Parecía que su número aumentaba constantemente, se precipitaban sobre él como una tormenta nociva. Pierre perdió el control, cedió el escaso valor que le quedaba, comenzó a correr desesperadamente, sin rumbo fijo, sin percatarse siquiera de que en realidad había abandonado el camino correcto y seguro. Perdió todo sentido de la orientación; obsesionado por escapar de aquella miriada de monstruos, se internó en los juncos y las juncias, pisando aquel terreno que se estremecía con la enorme masa gelatinosa que lo cubría. Detrás de él notaba el constante y pesado avance de los sapos; en ocasiones, erigían un muro con sus cuerpos para impedirle el paso y obligarlo a apartarse del camino. Más de una vez lo salvaron de caer en arenas movedizas ocultas entre la espesa vegetación. Era como si estuvieran ejecutando un plan para conducirlo a algún lugar preestablecido.
De repente, como si una gigantesca mano alzara una inmensa cortina, la bruma se desvaneció; delante de Pierre, bajo una resplandeciente claridad matinal, contempló las gruesas y altas mimbreras que circundaban la cabaña de Mamá Antoinette. No quedaba rastro de los sapos, aunque Pierre habría jurado que justo un instante antes cientos de ellos le pisaban los talones. Desesperadamente aterrorizado, se percató de que seguía preso de las malas artes de la bruja y que los batracios eran efectivamente sus parientes, como mucha gente afirmaba con pleno convencimiento. No solo habían impedido que se escapara, sino que además lo habían obligado a volver a la cabaña de aquella criatura, batracio, mujer, ambas cosas a la vez o lo que fuere, conocida como Mamá Sapo.
En sus pensamientos, Pierre tuvo la impresión de sumirse en la asfixiante negrura de insondables arenas movedizas. La bruja salió de la cabaña para recibirlo. Sus gruesos dedos, unidos por pálidos pliegues de piel como las membranas de una telaraña, se estiraban y aplanaban en torno a la humeante taza que llevaba. Una repentina ráfaga de viento surgida de la nada levantó las escasas faldas de Mamá Antoinette a la altura de sus gruesos muslos y llevó hasta las fosas nasales del muchacho el intenso aroma de vino especiado que ya le resultaba tan familiar.
-¿Por qué te marchaste tan precipitadamente, mi pequeñín? -la pregunta se pronunció en un ronroneo manifiestamente amoroso-. No debería haberte dejado salir sin otra buena copa de vino para calentarte el estómago... Mira, como sabía que volverías, te he preparado otra.
Se acercó a Pierre con suma malicia; con movimientos furtivos, le puso la copa a la altura de los labios. Los vapores marearon al joven y giró la cabeza para zafarse de los efluvios. Semejó como si un hechizo le hubiera paralizado los músculos: aquel sencillo gesto le costó un esfuerzo inmenso. Ahora bien, la cabeza aún la tenía despejada y recordaba perfectamente el espanto de la noche pasada. En su mente volvió a ver aquel repugnante sapo con el que había compartido cama y sueños.
-No beberé más vino -aseveró con firmeza—. Sois una desalmada y os aborrezco. Dejad que me vaya.
-Pero, ¿por qué me detestas? -croó Mamá Antoinette-. La noche pasada fuiste mi amante. Te puedo dar lo mismo que cualquier otra mujer... y más.
-No sois una mujer -replicó Pierre-. Sois un enorme sapo. Esta mañana vi vuestro auténtico aspecto. Antes que dormir de nuevo con vos prefiero que me traguen las aguas de los pantanos.
Antes de que Pierre hubiera pronunciado aquellas palabras, en la hechicera se operó un indescriptible cambio. Por un instante, la lujuria desapareció de sus facciones, que se tornaron brutalmente inhumanas. Sus ojos se hincharon hasta casi desorbitarse, todo el cuerpo se le deformó como si le hubieran insuflado veneno.
-¡Muy bien, vete! -espetó con gutural violencia-. ¡Pero pronto desearás haberte quedado...!
Se desvaneció la inexplicable parálisis que inmovilizaba los músculos del mozalbete. ¿Había sido la colérica decisión de la bruja la que había anulado el encantamiento? Fuera lo que fuese, sin titubear ni abrir la boca, Pierre se dio la vuelta y, con pasos precipitados, a punto de echar a correr, se marchó por el sendero de Les Hiboux.
Apenas dados un centenar de pasos, volvió a aflorar la niebla. Retorciéndose como una enorme bandera gris, brotó masivamente de la orilla de los pantanos, surgió del suelo hasta envolverle completamente los pies. Casi al mismo tiempo, el sol se tornó un débil disco de luz que terminó desapareciendo. El cielo azul se extinguió, engullido por una pálida y furibunda vacuidad. El camino que se abría delante de Pierre estaba oculto de tal modo que le parecía caminar sobre el mismísimo borde de un abismo blanco que se mostraba al ritmo de sus pasos. Como los ineludibles brazos de un espectro con dedos mortíferamente fríos, las extrañas nieblas se cernieron más y más sobre él. La notó espesarse en nariz y garganta, gotearle por las prendas cual pesado rocío. Percibió la pestilencia de aguas estancadas y lodo putrefacto... y un hedor de cuerpos licuados que emergía a la superficie en un lugar indeterminado del pantano.
Repentinamente, de la vacua blancura de la niebla, una sólida ola de sapos que le sobrepasaba en altura lo atacó y lo tumbó fuera del sendero. Cayó forcejando en las aguas pudibundas, que ahora bullían a causa de la riada de batracios. Con el rostro lleno de barro, intentó levantarse. Ahora bien, allí el agua en realidad sólo le llegaba a las rodillas. Y cuando consiguió levantarse, el fondo, resbaladizo por el cieno, lo sostuvo perfectamente. Pese a la niebla, pudo ver el margen del sendero. Obstaculizado por la muchedumbre de batracios, intentó volver a él. Paso a paso, movimiento a movimiento, a medida que se aproximaba al camino un creciente terror atenazó sus pensamientos. Los sapos saltaban y daban volteretas en el aire de tal suerte que lo mareaban. Alrededor de pies y tobillos formaron un viscoso remolino y horrendas oleadas de ataque contra sus castigadas rodillas. Y no obstante, a base de muy lentos y denodados pasos, casi logró alcanzar el mismo borde del camino. Pero entonces, una segunda tromba de sapos arremetió contra él y, sin poderlo evitar, cayó de nuevo en el agua. Aplastado por el número y el ímpetu de los enemigos, asfixiado por las náuseas del barro que se estaba tragando, sólo pudo presentar una débil e infructuosa resistencia.
Por un momento, antes de que todo deviniera un completo olvido, sus dedos palparon los contornos de una forma monstruosa que en cierto modo remitía a un sapo... pero grande y pesado como una mujer gruesa. En el postrer instante, le dio la sensación de que dos colosales pechos le aplastaban el rostro.
English original: Mamá Sapo (Mother of Toads)