ENCONTRARON ESTA NARRACIÓN entre los documentos de Christophe Morand, un joven estudiante de leyes de Tours, tras su inexplicable desaparición, acaecida durante una visita que hizo al hogar paterno, cerca de Moulins, en noviembre de 1798:
El bosque de Averoigne se había saturado con la luz mortecina del ocaso, adelantado ante la amenaza de una repentina tormenta. Los árboles que flanqueaban la carretera habían devenido deformes masas de ébano; la propia carretera, pálida y espectral ante mis ojos, daba la impresión de expandirse y contraerse ligeramente, como al insondable ritmo de un corazón telúrico. Espoleé mi montura, agotada tras todo un día de viaje; ya llevaba horas marchando con un cansino y monótono trote. Proseguimos bajo una creciente oscuridad, entre la inmóvil asechanza de unos enormes robles cuyas ramas pendían sobre la calzada cual dedos crispados a nuestro paso.
La oscuridad había tendido sus dominios vertiginosamente, la negrura era un espeso y tangible velo; un repentino pánico y la confusión me impelieron a aguijar el caballo sin piedad. Los lejanos avisos de la tormenta se mezclaron con el repiqueteo de los cascos, los primeros relámpagos iluminaron nuestro camino, el cual, para mi sorpresa (pensaba que transitaba por la carretera principal de Averoigne), se había estrechado hasta mostrarse como un sendero. Con la certeza de haberme extraviado, pero sin el menor deseo de retroceder bajo las fauces de las tinieblas y las ciclópeas nubes, proseguí con la lógica esperanza de que, si me hallaba en un sendero, este de un modo u otro terminaría llevándome hasta una casa o un castillo donde pernoctar.
Bien pronto se confirmaron mis esperanzas. A los pocos minutos, atisbé el brillo de una luz entre la maleza, y al poco salí a un gran claro en el que surgió una soberbia y gran edificación, con algunas ventanas iluminadas en el piso inferior. Por el contrario, las nubes engullían toda la parte superior.
"Sin duda es un monasterio", me dije a medida que me aproximaba. Desmonté. Me dirigí a la gran puerta de roble, así la maciza y burlona aldaba en forma de cabeza de perro, y la dejé caer pesadamente sobre el batiente. Se produjo un sonido inesperadamente alto y vibrante, una reverberación casi sepulcral. Sorprendido y consternado, se me escapó un estremecimiento que, al poco, se desvaneció cuando un monje de elevada estatura y facciones fuertes abrió la puerta y tras él, apareció un amplio vestíbulo bañado por el desenfadado resplandor de unos faroles.
-Sed bienvenido a la abadía de Perigon -dijo el monje con tono suave.
Mientras, otra figura también con hábitos de monje pero embozada se encargó de mi caballo. Apenas si tuve tiempo de agradecerles las atenciones, ya que en ese instante la tormenta estalló con toda su furia. Pese a haber cerrado la puerta una vez dentro, se percibía perfectamente el bramido de la cortina de agua y los truenos que rubricaban el resplandor de los relámpagos.
-Afortunadamente nos encontrasteis a tiempo -comentó mi anfitrión-. No es nada aconsejable andar por ahí bajo semejante heraldo del infierno.
Intuyendo que me moría de hambre y cansancio, me condujo hasta el refectorio. Me obsequió con un generoso trozo de carne de cordero, pan recién horneado, lentejas y un excelso tinto.
Se sentó delante de mí mientras deglutía las viandas. Cuando fui saciando el hambre, lo escruté con mayor detenimiento. Tenía una constitución alta y robusta. Sus facciones proporcionadas, una frente no más ancha que la poderosa mandíbula, denotaban inteligencia y apetito por los placeres mundanos. Emanaba un hálito de delicadeza y refinamiento, erudición, hedonismo y buen gusto, seguramente el legado de un noble linaje. Me dije a mí mismo que aquel monje debía de ser un experto tanto en libros como en vinos. Mi expresión traicionó mi curiosidad, ya que sin haberle preguntado me contestó:
-Soy Hilaire, abad de Perigon. Pertenecemos a la orden de los Benedictinos, que viven en armonía con Dios y todos los hombres. Disentimos de quienes sostienen que la mortificación y el descuido del cuerpo enaltecen el espíritu. Tenemos la despensa repleta de saludables viandas, y nuestras bodegas guardan los mejores y más añejos vinos de la región de Averoigne. Y si tales asuntos son de vuestro interés y agrado, como así parece, disponemos de una biblioteca nutrida a base de raros volúmenes, manuscritos de valor incalculable con las más exquisitas obras de la Cristiandad y los tiempos paganos. Incluso guardamos algunos escritos que sobrevivieron a la catástrofe de la biblioteca de Alejandría.
-Os agradezco vuestra hospitalidad -repliqué con una leve reverencia-. Me llamo Christophe Morand, estudiante de leyes. Desde Tours me dirigía a la casa de mi padre, cuyas propiedades se encuentran cerca de Moulins. Los libros también son mi pasión, y nada me complacería más que el privilegio de visitar una biblioteca tan impresionante y rara como la que mencionáis.
Acto seguido, mientras terminaba la cena, nos dedicamos a hablar de los clásicos, a citar y comentar pasajes de autores latinos, griegos o cristianos. Mi anfitrión manifestó una erudición tan vasta y profunda, una familiaridad tan inaudita con la literatura clásica y moderna, que a su lado me mostré como el más torpe de los principiantes. Rectificó con educación mi más que dudoso latín; después de haber dado cuenta de la botella de tinto, ya conversábamos como viejos amigos.
El cansancio se había disipado; me invadía una singular sensación de bienestar, de alivio físico, combinados con una vivacidad y entusiasmo mental. Así pues, cuando el abad sugirió echar un vistazo a la biblioteca, accedí con prontitud.
Me guió por un largo pasillo a cuyos lados se disponían las celdas de los hermanos de la orden, hasta la puerta abierta, pese a llevar su maciza llave en el cinto, de una vasta estancia con un techo muy alto y grandes ventanales. El abad no había exagerado lo más mínimo: los anaqueles rebosaban de volúmenes, muchos de ellos apilados sobre unas tablas colocadas en las esquinas. Había rollos de papiro, de pergamino, de papel vitela. Extrañas biblias bizantinas y coptas; antiguos manuscritos árabes y persas con tapas decoradas con motivos vegetales o con joyas engastadas; fragmentos de incunables de las primeras imprentas. Incontables obras de autores antiguos copiadas por los monjes, encuadernadas en ébano y marfil, con códices luminosos y caracteres cuyas tipografías eran de por sí auténticas obras de arte. Con una delicadeza llena de amor y meticulosidad, el abad Hilaire extrajo de los anaqueles un volumen tras otro para que los examinara.
La mayoría de ellos no los había visto en mi vida, algunos me resultaban desconocidos, ni siquiera sospechaba de su existencia. Mi creciente interés, mi indisimulado entusiasmo, complacieron visiblemente al abad. De pronto, presionó un mecanismo oculto en una de las tablas y se desplegó un cajón. Me dijo que contenía ciertos tesoros que preservaba a los ojos de iniciados y profanos, aun de los mismos monjes.
-Aquí -enumeró- hay odas de Catulo que no hallaréis en ninguna edición de sus obras publicadas. También hay un manuscrito original de Safo, la copia íntegra de un poema del cual sólo se conocen pequeños fragmentos; también hay dos de las historias perdidas de Tales de Mileto; una carta de Pericles a Aspasia; un diálogo inédito de Platón; la antigua obra de un astrónomo árabe anónimo que se anticipó a las teorías de Copérnico. Y, por último, la infame Histoire d'Amour de Bernard de Vaillantcoeur, quemada nada más publicarse y de la que sólo existe otra copia.
Anonadado, ebrio de curiosidad ante los tesoros que me iba mostrando, reparé que en una de las esquinas del cajón yacía un delgado volumen encuadernado en piel oscura y sin título en la cubierta. Lo tomé: contenía unas pocas páginas escritas en algo que me pareció francés antiguo.
-¿Y este? -inquirí, volviéndome a Hilaire, cuya expresión súbitamente se había tornado melancólica y acongojada.
-Es mejor no preguntar, hijo mío. -Se persignó; su voz adquirió un tono áspero, inquieto, profundamente conturbado. -Las páginas que tenéis en vuestras manos están malditas: un diabólico hechizo, un maligno poder emana de ellas; el cuerpo y el alma de quien ose leerlas detenidamente se hallarán en grave peligro.
Repitiendo la señal de la cruz, me arrebató el volumen y lo colocó de nuevo en el cajón.
-Pero, padre -osé objetar-, ¿qué peligro podrían entrañar las hojas de un pergamino tan breve?
-Christophe, hay asuntos más allá de vuestro entendimiento; cosas que sería mejor que jamás supierais. Satán se manifiesta de modos innumerables; aparte del mundo y la carne existen otras tentaciones, males tan sutiles como irresistibles, herejías ocultas, nigromancias que ningún hechicero practica.
-Pero, ¿de qué pueden tratar las páginas que esconden un peligro tan oculto, una trampa tan impía?
-Os prohíbo que sigáis preguntando -el rigor y la determinación de su voz me disuadieron de seguir interrogándole. -Para vos, hijo mío -continuó-, el peligro sería doble porque sois joven, apasionado, os mueve el afán de aprender, la curiosidad. Creedme, es mejor olvidar cuanto antes que habéis visto este manuscrito.
Nada más cerrar el cajón oculto, la melancolía y la consternación se marcharon de su rostro, que recobró su habitual afabilidad.
-Ahora -anunció al tiempo que se giraba hacia uno de los anaqueles- os mostraré la copia de Ovidio que estaba en posesión de Petrarca.
Era de nuevo el paciente sabio, el amable y atento anfitrión; resultaba obvio que era mejor no aludir al misterioso manuscrito. Ahora bien, la actitud severa, la implícita prohibición que entrañaban sus advertencias, me habían suscitado una tremenda curiosidad. Pese a tener consciencia de aquella malsana obsesión, durante el resto de la noche apenas si pude pensar en otra cosa. Mientras, para mi deleite, Hilaire me mostraba otros asombrosos incunables, en mi cabeza comenzaron a bullir toda suerte de especulaciones fantásticas, terribles y absurdas.
Finalmente, ya medianoche, me condujo a mi habitación, una estancia reservada a los huéspedes, cómoda y profusamente ornamentada con tapices, alfombras y un lecho muy mullido, nada que ver con las austeras celdas de los monjes o la del mismo abad. Aun después de que Hilaire se hubiese retirado, disfrutando de la comodidad de la cama, la cabeza seguía cautiva de las especulaciones sobre el manuscrito prohibido. Ya hacía rato que la tormenta había pasado; me costó conciliar el sueño, pero cuando lo logré, caí en un sopor profundo y sin pesadillas.
La deslumbrante claridad de la mañana entró por la ventana como oro destilado. La tormenta había muerto sin dejar el más mínimo rastro de nubes en la palidez de aquel cielo azul de octubre. Me asomé a la ventana y contemplé el mundo de un bosque otoñal, campos resplandecientes como el diamante a causa de las gotas de lluvia. Un panorama atiborrado de belleza, un idilio sólo para alguien que reside largas temporadas en una ciudad, entre muros y edificios abigarrados en lugar de bosques, entre calles adoquinadas y no prados.
No obstante su belleza, mis ojos pronto se apartaron de aquel entorno para fijarse, más allá de las copas de los árboles, a una milla y media aproximadamente, en una colina sobre cuya cima se recortaban las ruinas de algo que vagamente remitía a un castillo, sus muros desgastados, las torretas claramente discernibles. Anclé la mirada sobre aquella mole con apasionamiento, apabullado por las intrínsecas asociaciones que suscitan tales edificios; me pareció algo tan natural e inevitable que no dediqué un solo momento a reflexionar. No podía apartar los ojos y así permanecí mucho rato, aunque no sabría precisar cuánto, esforzándome al máximo en distinguir cuantos detalles pudiera de la torreta y el bastión raídos por el tiempo. La forma, la disposición de la mole, ejercían sobre mí una vaga atracción, una clase de fascinación parecida a la que pueden llegar a causar el fragmento de una melodía, los versos de un poema, las facciones de un rostro. Obsesionado en mirar, me sumergí en cavilaciones de las que luego nada recordé pero que me insuflaron la seductora sensación del placer indescriptible que dejan algunos sueños al despertar.
El suave golpear de unos nudillos en la puerta me devolvió a la realidad; me percaté de que estaba desnudo. Era el abad, que había venido para preguntarme si había pasado una buena noche y para anunciarme que el desayuno estaba listo, que lo tomase cuando quisiera. Por algún extraño motivo, me avergoncé un poco de haberme dejado arrastrar por las ensoñaciones. Y aunque era totalmente innecesario, me disculpé por haberme levantado tan tarde. Por un momento me pareció que Hilaire me miraba con intensidad, pero enseguida me aseguró, con exquisita cortesía, que no había nada en absoluto de qué disculparse.
Después de dar buena cuenta del desayuno, comuniqué a Hilaire, entre incontables expresiones de agradecimiento por su hospitalidad, que debía seguir mi camino. Ahora bien, tan manifiesta fue su contrariedad al oír tal decisión, tan vehemente su insistencia en que permaneciera al menos una noche más, que no pude sino aceptar. A decir verdad me convenció sin problemas, puesto que al aprecio que ya sentía por Hilaire se sumaba el misterio del manuscrito prohibido, que gravitaba constantemente sobre mis pensamientos; alejarme de aquel lugar me resultaba penoso. Asimismo, para un joven aspirante a erudito la libertad de consultar una biblioteca como la del abad era un privilegio inusual que habría sido de estúpidos rehusar.
-Me gustaría —le comenté-- profundizar en algunos temas de mis estudios, ya que cuento con la inmensa fortuna de examinar vuestra incomparable colección.
-Hijo mío, quedaos cuanto queráis, leed los libros que deseéis y las veces que os plazca.
Al decir esto, Hilaire desató la llave de la biblioteca que pendía de su cinto y me la entregó.
-Ciertos asuntos me obligan a abandonar el monasterio por unas horas; no me cabe la menor duda de que, aprovechando mi ausencia, os vendrá en gana mirar volúmenes.
Poco después se excusó y salió del monasterio. Entusiasmado en mi fuero interno por disponer tan pronto de aquella inmejorable oportunidad, al instante me encaminé hacia la biblioteca con el único propósito de leer el manuscrito prohibido. Sin apenas fijarme en los atestados anaqueles, palpé la tabla en busca del resorte y presioné. Tras un angustioso instante, el cajón surgió por debajo.
Me gobernaban un impulso que había devenido auténtica obsesión, una curiosidad enfebrecida que rozaba el umbral de la locura. Aunque hubiera sabido que la integridad de mi alma hubiese dependido de ello, no habría podido resistirme al deseo de coger del cajón el libro con la cubierta sin título.
Me senté en una silla próxima a uno de los ventanales. Comencé a hojear las páginas, que sólo eran seis. Tenían una escritura muy peculiar, con una tipografía que jamás había visto en ninguna otra parte. El francés usado no solo era antiguo, sino también de una brutalidad inusitada. Pese a los problemas para entender y desentrañar las frases, desde la primera palabra me invadió una intensa emoción. Seguí leyendo con todas las sensaciones que se experimentan bajo el influjo de un hechizo o tras ingerir una pócima de insospechados efectos.
Carecía de título y fecha. La narración comenzaba y concluía con la misma brusquedad. Hablaba de un tal Gerard, conde de Venteillon, el cual, la víspera de su boda con la renombrada y bella Eleanor des Lys, se topó en el bosque próximo a su castillo con una criatura semihumana con cascos y cuernos. Gerard, decía la historia, era un joven caballero con reputada fama de combatiente y un devoto cristiano; en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, conminó a la criatura a detenerse y decirle quién era. Con una salvaje carcajada a la luz del ocaso, el extraño ser se detuvo delante de Gerard y le respondió:
-Soy un sátiro, y vuestro Jesucristo significa para mí menos aún que los hierbajos que crecen al pie de los escombros amontonados junto a los muros de las cocinas.
Horrorizado ante semejante blasfemia, Gerard hizo ademán de desenvainar su espada para cercenar la cabeza de la criatura, pero esta siguió hablando:
-Aguardad, Gerard de Venteillon, os revelaré un secreto tal que os hará renegar de vuestra fe en Cristo, olvidar a vuestra futura esposa y dar la espalda al mundo sin dudarlo y sin que os arrepintáis de ello una sola vez.
A su pesar, Gerard aproximó una oreja y el sátiro le habló en susurros. Nadie sabe qué llegó a decirle; sin embargo, antes de que se fundiera en las sombras del bosque, el sátiro volvió a hablar en voz alta:
-El poder de Cristo ha prevalecido como una negra escarcha sobre todos los bosques, los ríos, las montañas que albergaron la felicidad de los dioses y las ninfas de antaño. Y no obstante, en escondidas cavernas, a mucha profundidad, como ese infierno fabulado por vuestros sacerdotes, pervive el amor pagano, resuenan los gritos del éxtasis pagano.
El ser prorrumpió de nuevo en inhumanas carcajadas; y en un abrir y cerrar de ojos, desapareció en la sombría floresta.
A partir de aquel encuentro se operó un cambio en Gerard de Venteillon. Regresó a su castillo abatido, sin intercambiar un solo comentario alegre ni amable con sus huéspedes, y fue su voluntad permanecer siempre en silencio, sin apenas reparar en nadie. Aquella noche tampoco fue a visitar a su futura esposa, como le había prometido. Ahora bien, a medianoche, cuando una luna en cuarto menguante apareció en el oscuro firmamento como bañada en sangre, se encaminó clandestinamente hacia la salida trasera del castillo y siguió un sendero antiguo, prácticamente olvidado, y continuó hasta las ruinas del castillo de Faussesflammes, que se alza sobre una colina frente a la abadía benedictina de Perigon.
Estas ruinas (decía el manuscrito) ya son muy viejas, y la gente de la región las evita desde muy antiguo. Pende sobre ellas la leyenda de un demonio inmemorial, y se comenta que constituyen la morada de almas pecadoras, el punto de reunión de hechiceros y súcubos. Como inconsciente o menoscabando tales rumores, Gerard se sumergió en las sombras de los desmoronados muros y se dirigió, con la firmeza propia de quien conoce el camino, hacia el extremo septentrional del patio. Allí, justo debajo y entre dos ventanas centrales de lo que en su momento pudieran haber sido las estancias de una castellana, con el pie derecho ejerció presión sobre una de las losas que difería de las circundantes por ser triangular. La losa se movió e inclinó debajo de su pie, y mostró una serie de peldaños de granito que se adentraban en las profundidades. Tras encender una vela que había traído, descendió por los peldaños, y cuando su cuerpo ya estuvo totalmente debajo, la losa retornó a su posición original.
A la mañana siguiente, Eleanor des Lys, su prometida, y todo el séquito de la boda, lo esperaron en vano al pie de la catedral de Vyones, la ciudad principal de Averoigne, donde se debía celebrar la boda. Y desde entonces, nadie volvió a verle, jamás circuló el más mínimo rumor sobre Gerard de Venteillon ni se especuló sobre cuál habría sido su destino...
Aquel era el contenido del manuscrito, que concluía de ese modo. Como he dicho antes, no había un solo indicio sobre su autor ni la fecha de escritura, ni de qué fuentes había bebido para enterarse de tales sucesos. Lo extraño fue que, en aquellos momentos, no dudase para nada sobre su veracidad. Y la curiosidad por conocer el contenido del manuscrito fue reemplazada por un intenso deseo mil veces más poderoso y obsesivo: conocer el final de la historia, qué habría encontrado Gerard de Venteillon al descender por el pasaje secreto.
Por supuesto, mientras leía la historia enseguida asocié las ruinas del castillo de Faussesflammes con las que había contemplado desde la ventana de mi habitación. Y al reflexionar sobre ello, se apoderó de mí una fiebre incontrolable, una excitación malsana, sacrílega. Deposité el manuscrito en el cajón, salí de la biblioteca y durante un tiempo recorrí los pasillos del monasterio sin rumbo fijo. Me topé con el monje que se había ocupado de mi montura la noche anterior. Le pregunté con la mayor prudencia que pude, como quien no quiere la cosa, sobre las ruinas que se contemplaban desde los ventanales de la abadía. Se persignó y me observó con un destello de horror en la mirada.
-Son las ruinas del castillo de Faussesflammes -contestó—. Desde tiempos inmemoriales, dice la gente, han sido morada de espíritus impíos, brujas y demonios. Y en sus muros se celebran ritos sacrílegos e impronunciables. Ni las armas ni los exorcismos ni el agua bendita han podido con ellos. Muchos bravos caballeros y monjes se han internado tras los muros y las sombras de Faussesflammes para no regresar jamas. Y se dice que, una vez, uno de los abades de Perigon se dirigió hacia allí para enfrentarse a los poderes del mal. Sin embargo, de lo que le sucedió sólo quedan conjeturas o la más absoluta de las ignorancias. Hay quien asegura que los demonios son abominables arpías cuyas extremidades inferiores se enroscan cual serpientes; otros aseveran que hay mujeres de belleza sobrehumana cuyos besos hacen que la carne de los hombres se consuma en las llamas eternas... Por lo que a mí respecta, ignoro si tales historias son ciertas, pero os aseguro que nunca se me ocurriría rondar por los muros de Faussesflammes.
Antes de que terminase la perorata ya había tomado una determinación: tenía que ir a Faussesflammes y averiguar por mí mismo, si era posible, lo que había pasado en realidad. Fue un impulso súbito, desconcertante, ingobernable. Aunque me hubiera resistido, nada habría logrado, como si hubiese sido víctima de las malas artes de algún hechicero. La proscripción del abad Hilaire, la extraña historia inconclusa del manuscrito, la maligna leyenda evocada por el monje... cualquiera de aquellos aspectos, por si solo, debería haberme aterrorizado y hecho desistir de tal aventura. Pero sucedió todo lo contrario: los caprichos de la mente, el deseo de desvelar un arcano misterio, penetrar en los vericuetos de mundos olvidados, acaso gozar de placeres inimaginables, me encendieron tanto la imaginación como el deseo. Ignoraba con qué me toparía, en qué consistirían tales deleites; sin embargo, latía en mí cierta sensación mística que me impulsaba a creer en su existencia y autenticidad del mismo modo que el abad Hilaire estaba convencido de la existencia del Paraíso.
Decidí ir aquella misma tarde, aprovechando la ausencia de Hilaire, el cual sin lugar a dudas sospecharía de mis intenciones y se opondría frontalmente. Pocos fueron los preparativos: una pequeña vela, algo de carne, un trozo de pan y una daga envainada que siempre llevaba conmigo. Cuando salía del monasterio me encontré con dos hermanos. Les comuniqué que iba a dar un pequeño paseo por los bosques circundantes. Me saludaron con un jovial "pax vobiscum" y prosiguieron su camino.
Me encaminé lo más rectamente que pude a Faussesflammes, cuyas torretas perdía de vista de vez en cuando a causa de la espesura. Me interné en la espesura. Sin senderos que seguir, con frecuencia no tenía más remedio que detenerme y pensar por qué parte del sotobosque continuar. Obcecado por el afán de llegar cuanto antes, creí que había tardado horas en subir hasta las ruinas, cuando probablemente lo hice en apenas media hora. Después de superar el último repecho, casi me di de bruces con la visión del castillo, en el centro de la explanada que se formaba en la cima.
Los árboles habían echado sus raíces en los derruidos muros bajos; la destrozada verja que daba acceso al patio estaba medio asfixiada por arbustos, zarzas y ortigas. Me abrí paso con bastantes esfuerzos y a costa de varios desgarrones en la ropa. Me adentré en el patio, como Gerard de Venteillon en el viejo manuscrito, hasta el extremo norte del patio. Entre las losas crecían inmundos hierbajos cuyas enormes y carnosas hojas, a la luz de crepúsculo otoñal, se habían tornado de un púrpura y granate siniestros. Pero pronto di con la losa triangular que mencionaba el manuscrito. Y sin el menor atisbo de duda ni demorándome un solo instante, con el pie derecho ejercí presión sobre ella.
Cuando la gran losa se inclinó con facilidad bajo mi pie y reveló los oscuros peldaños de granito, me invadió un delirante estremecimiento, una emocionante sensación de triunfo, mezclada con algo de inquietud. Por un momento, los horrores descritos en las leyendas de los monjes tomaron cuerpo en mi imaginación. Petrificado ante la negrura abierta bajo tierra, me pregunté si no sería víctima de un hechizo satánico que me arrastraba hacia enormes peligros de nefando terror.
Por un momento estuve a punto de claudicar. Poco después se diluyó la sensación de peligro; los temores de los monjes se convirtieron en meras fantasías, aunque siempre las tuviera presentes, siempre prestas a asediar mis pensamientos, a sujetarme cual amorosos brazos. Encendí la vela y comencé a bajar por los escalones. Y como le había sucedido a Gerard de Venteillon, el bloque de piedra volvió a su primigenia posición. Sin lugar a dudas, se debía a algún mecanismo accionado por el peso de una persona sobre uno de los escalones. Pero no me detuve a especular sobre cómo funcionaba ni cómo habría que accionarlo desde dentro para que me permitiese salir al aire libre.
Una docena aproximada de escalones conducían a una cripta baja, estrecha, con telarañas ahogadas en polvo y que apestaba a humedad. Al fondo, un pequeño umbral daba acceso a una segunda cripta mayor y más llena de polvo que la precedente. Así fui atravesando varias criptas más, hasta desembocar en un largo pasadizo o túnel, medio obstaculizado por bloques o montañas de escombros que se habían desprendido de los laterales. Hacía mucha humedad, percibía con total nitidez el penetrante hedor de aguas estancadas y moho subterráneo. Mis pies chapotearon varias veces pequeños charcos y me cayeron gotas fétidas y nauseabundas, como si estuvieran supurando de un osario. Más allá del hálito luminoso de mi vela, me parecía ver como si formas serpenteantes se fundieran en la oscuridad y rehuyesen mi encuentro. Ahora bien, no podría jurar si se trataba de serpientes o de sombras que se apartaban, vistas por unos ojos aún no acostumbrados a las tinieblas de las criptas.
Al doblar un súbito recodo del pasadizo, vi lo último que se me habría ocurrido encontrar allí, bajo tierra: el resplandor de la luz del sol en lo que parecía ser el final del túnel, aunque formular tal afirmación fuese bastante precipitada. Me apresuré, con cierto barullo en la cabeza, y me paré en seco en la misma apertura, totalmente deslumbrado por los rayos solares.
Aun antes de haberme repuesto de la sorpresa y de haberme fijado en el paisaje que se extendía ante mí, me sorprendió un hecho extraño: aunque había penetrado en las criptas a primera hora de la tarde y las había atravesado en pocos minutos, el sol ya rayaba el horizonte. Asimismo, la luz solar era más brillante y suave que la que había visto sobre Averoigne; y el cielo era de un azul intenso, sin muestras de palidez autumnal. Con imparable estupefacción, el paisaje se me aparecía irreconocible, no podía identificar nada que me resultase familiar. Al revés de lo que se pudiera esperar, nada se asemejaba a la colina donde se erigían las ruinas de Faussesflammes ni su entorno. A mi alrededor se extendían hermosos prados y un riachuelo dorado describía suaves meandros hasta desembocar en un mar de azul profundo, visible allende las copas de los laureles... Sin embargo, en Averoigne no había laureles y el mar distaba a cientos de millas: así pues, imaginad cuán confuso y sorprendido me sentí.
Jamás había contemplado una vista tan hermosa. La hierba del prado sobre el que caminaba era más suave y brillante que un terciopelo esmeralda, y estaba repleto de violetas y asfodelos multicolor. El verde oscuro de las encinas se reflejaba en la dorada corriente; y en la distancia, divisé el pálido resplandor de una acrópolis marmórea sobre un oteruelo de la llanura. Todo parecía tocado por el halo de una suave y fresca primavera que acude a los brazos de un opulento estío. Era como si me encontrase en la tierra de un mito clásico, de una leyenda griega. Y a cada momento que se sucedía, sorpresa tras sorpresa, aquella completa e inefable belleza me infligía un irrefrenable y creciente éxtasis.
Cerca de allí, en un bosquecillo de laureles, un tejado blanco resplandecía bajo los postreros rayos de luz. Me aproximé atrapado por la misma fascinación, sólo que ahora más intensa y apremiante, con la que había leído el manuscrito prohibido o me había acercado a las ruinas de Faussesflammes. Con certeza esotérica, comprendí que había culminado mi búsqueda, que estaba ante la recompensa de mi alocada y quizá impía curiosidad.
Una risa, armoniosamente mezclada con las hojas de laurel mecidas al compás de un dulce y calmado vientecillo, me dio la bienvenida al penetrar en la floresta. Entre los troncos me pareció discernir unas formas vagas. Un ser greñudo, con cuerpo de cabra y cabeza humana, se cruzó en mi camino como si anduviera persiguiendo a una etérea ninfa. En el corazón del bosquecillo descubrí un palacete de mármol con columnas dóricas. Al acercarme, dos mujeres me saludaron a la manera de las antiguas esclavas. Aunque mi griego hablado era más que deficiente, comprendí sin problemas su purísima variante ática.
-Nicea, nuestra ama, os aguarda -me anunciaron.
¿De qué más podía maravillarme ya? Acepte la situación sin objeciones ni preguntas, como quien capitula ante los acontecimientos que se desarrollan en los más dulces sueños. Probablemente, pensé, estoy soñando, en realidad sigo durmiendo en el aposento del monasterio, aunque nunca había soñado imágenes tan hermosas como vívidas.
El lujo del interior rayaba la indecencia; evidentemente, pertenecía al periodo helenístico, marcado por las influencias orientales. Me condujeron por un pasadizo que refulgía gracias al ónice y al porfirio pulido, hasta una habitación profusamente decorada. Allí, sobre un diván tapizado con tejidos bellísimos, yacía una mujer de radiante hermosura.
Una extraña emoción me sacudió con violencia de la cabeza a los pies. Había oído historias de hombres que enloquecen de repentino amor cuando contemplan ciertos rostros y cuerpos. En mi caso, jamás había experimentado semejante pasión, un ardor tan incontrolable como el que aquella mujer me inspiró inmediatamente. Parecía como si la hubiese amado toda la vida sin saber que ella era el objeto de mi pasión, incapaz de determinar la naturaleza de mis sentimientos ni de gobernarlos hacia un propósito definido.
No era excesivamente alta, pero sus proporciones manifestaban una pureza tan exquisita como voluptuosa. El azul de sus ojos era zafiro oscuro, de una profundidad en cuyos suaves abismos estivales el alma no dudaría sumergirse. El contorno de sus labios guardaba el permanente enigma, la tristeza y la honda ternura de los labios de una Venus clásica. El pelo, más bien castaño, descendía sobre su cuello y frente en deliciosos bucles, aprisionados por una austera cinta de plata. Su expresión manifestaba una mezcla de orgullo y libídine, de autoridad imperiosa y complacencia femenina. Sus ademanes eran tan ágiles y sin esfuerzo aparente como los de una serpiente.
-Sabía que vendrías —murmuró suavemente en el mismo griego ático de sus siervas-. Hacía mucho que te aguardaba, mas cuando buscabas refugio en la abadía y viste el manuscrito en el cajón secreto, comprendí que la hora de nuestro encuentro estaba muy próxima. ¡Ah, no te equivocas, fue el hechizo de mi belleza, la mágica atracción de mi amor, lo que te atrajo con un poder tan irresistible!
-¿Quién eres? -pregunté en el acto en un griego que, una hora antes, me habría dejado totalmente estupefacto. Pero ahora estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, por muy fantástica o absurda que fuese, como parte de aquella milagrosa dicha, la increíble aventura que me acontecía.
-Me llamo Nicea -respondió-. Te amo, y la hospitalidad de mi palacio y mis brazos están a tu entera disposición. ¿Qué otra cosa necesitas saber?
Las esclavas se habían marchado. Me coloqué al lado del diván y besé la mano que me ofrecía. Le declaré mi amor de un modo indudablemente incoherente, mas tan lleno de pasión que la hice sonreír de ternura. Mis labios notaron la frialdad de su mano, pero el mero contacto me incendió la pasión. Me senté a su lado en el diván sin que ella protestase ante aquellas familiaridades. Al compás de un tenue crepúsculo que comenzó a llenar los rincones de la estancia, conversamos animadamente, repitiéndonos una y otra vez las absurdas y dulces letanías, las ingenuas nimiedades que pronuncian los labios de los amantes. La notaba increíblemente suave entre mis brazos, como si toda su complacencia hubiese hecho desaparecer los huesos de su hermoso cuerpo.
Las siervas entraron sin hacer ruido y encendieron unas lámparas de oro ricamente labrado; depositaron frente a nosotros una fuente con alimentos condimentados, fruta cuyo sabor me resultaba desconocido y vino con mucho cuerpo. Ahora bien, apenas si podía comer y, mientras tomaba el vino de los labios de Nicea, no recuerdo cuándo nos quedamos dormidos, pero la noche había aparecido como un delicado hechizo. Ahíto de felicidad, me arrastró una sedosa marea de somnolencia; las lámparas doradas y el rostro de Nicea se desfiguraron tras una borrosa neblina, y ya no las pude ver.
De repente, desde las profundidades de un sopor que trasciende todos los sueños, me sentí totalmente despierto. Durante unos momentos apenas me percaté de dónde me encontraba, y todavía menos qué me había despertado. Entonces oí unas pisadas a la entrada de la habitación y, mirando a través de la cabeza dormida de Nicea, a la luz de la lámpara divisé al abad Hilaire, que se había detenido justo en el umbral. Cuando me vio, el horror más absoluto se plasmó en su expresión. Comenzó a farfullar en latín, en un tono que fusionaba el miedo con la repulsa y el odio más fanáticos. Reparé que entre sus manos portaba una botella grande y un hisopo. Estaba seguro de que la botella contenía agua bendita y, por supuesto, sabía para qué la había traído.
Nicea también estaba despierta y consciente de la presencia del abad. Me dedicó una peculiar sonrisa en la que entreví una afectada compasión mezclada con la serenidad que una mujer ofrece a un niño asustado.
-No temas por mí -me susurró.
-¡Vampiro inmundo! ¡Lamia maldita! ¡Serpiente del averno! -tronó el abad de repente, al tiempo que hacía el signo de la cruz en el umbral y alzaba bien alto el hisopo.
En ese instante, Nicea se deslizó del diván con increíble presteza y desapareció por una puerta que daba al bosque de laureles. Percibí su voz en mis oídos como si la escuchara desde una inmensa lejanía:
-Adiós por un tiempo, amado Christophe. Pero no temas. Con paciencia y valentía, me encontrarás de nuevo.
Cuando se hizo el silencio en mi cabeza, el agua bendita del hisopo cayó sobre el suelo de la estancia y sobre el diván en el que había yacido con mi amada Nicea. Se oyó un estruendo como de mil truenos a la vez, las lámparas se extinguieron y todo pareció sumirse una oscuridad polvorienta y lluviosa. Me desvanecí; cuando recuperé el conocimiento, me encontré tendido sobre un montón de escombros en una de las criptas por las que había pasado aquella tarde. Sosteniendo una vela y con una cara llena de interés y compasión, Hilaire estaba inmóvil delante de mí. Al lado tenía la botella y el hisopo.
-Gracias a Dios que os encontré a tiempo, hijo mío -dijo-. Al regresar a la abadía y enterarme de que habíais salido imaginé lo que pasaba. Tenía la certeza de que habíais leído el manuscrito prohibido aprovechando mi ausencia, y que habíais caído bajo su maléfico influjo, como les ha sucedido a tantos otros desdichados, incluso a un reverendo abad, uno de mis predecesores. Todos ellos, cientos de años atrás, siguiendo la estela de Gerard de Venteillon, han sido víctimas de la lamia que mora en estas criptas.
-¿La lamia? -inquirí sin apenas comprender lo que me estaba explicando.
-Sí, hijo mío, la bella Nicea en cuyos brazos yacisteis esta noche es una lamia, un antiquísimo vampiro que mantiene en estas hediondas criptas su palacete de ilusiones idílicas. Nadie sabe cómo llegó hasta aquí e hizo de Faussesflammes su hogar, puesto que su llegada es anterior a la memoria de los hombres. Es tan vieja como el paganismo; los antiguos griegos la conocían; Apolonio de Tiana le lanzó un exorcismo y, si pudierais verla como es en realidad, descubriríais las formas impías y horrendas de una serpiente en lugar de su sensual cuerpo. Al final sorbe la vitalidad de todos los que admite en su morada con besos y demás prácticas diabólicas, y termina por devorarlos. La llanura con el bosque de laureles, el río flanqueado por las encinas, el palacete de mármol, todo el lujo de su interior, no eran sino satánicas alucinaciones, un bello espejismo surgido del polvo y el moho de la muerte inmemorial. Todo aquello se desvaneció al contacto con el agua bendita que traje conmigo cuando os seguí. Pero Nicea pudo escapar, y me temo que busque otro lugar para erigir su palacete de hechizos demoniacos, para llevar a cabo una y otra vez sus abominables prácticas.
Todavía afectado por las sensaciones de mi experiencia con Nicea, no podía creer del todo las revelaciones de Hilaire. Sin embargo, lo seguí obedientemente por las criptas de Faussesflammes. Subimos la escalera por la que había descendido y, cerca del final, con un poco de esfuerzo, apartó la losa que cubría la entrada. Nos recibió el reflejo plateado de la luna. Salimos al patio y me dejé conducir hasta el monasterio.
A medida que se me fue despejando el cerebro y toda la confusión en que me había sumido, me invadió un profundo resentimiento, un intenso furor por la intervención de Hilaire. Sin importarme lo más mínimo que me hubiese rescatado de peligros físicos y espirituales, lamenté la pérdida del sueño del que me había arrancado. Mis recuerdos ardían con los besos de Nicea: mujer, serpiente o demonio, nadie en el mundo me podría despertar un amor y un goce como aquellos. Ahora bien, procuré por todos los medios ocultar mis sentimientos al abad, consciente de que, si se los revelase, me trataría como un alma a la que redimir.
A la mañana siguiente, alegando la necesidad de regresar al hogar paterno, abandoné Perigon. Ahora, en la biblioteca de mi padre, cerca de Moulins, pongo por escrito todos aquellos acontecimientos. El recuerdo de Nicea se perpetúa mágicamente nítido, infinitamente próximo como si ella aún siguiera a mi lado y viera los ornamentos de la estancia a medianoche, en una sala iluminada por lámparas labradas en oro. Y todavía sigo oyendo las palabras que musitó antes de despedirse: "Adiós por un tiempo. Pero no temas. Con paciencia y valentía, me encontrarás de nuevo".
No tardaré en visitar de nuevo las ruinas del castillo de Faussesflammes; volveré a bajar a las criptas bajo la losa triangular. Pero, pese a la proximidad de Perigon, pese a mi estima por el abad Hilaire, mi gratitud por dejarme consultar su inigualable biblioteca, no pensaré en volver a visitarlo.
English original: El final de la historia (The End of the Story)