ENTRE LAS NUMEROSAS gárgolas ceñudas y lascivas que asoman por el tejado de la nueva catedral de Vyones, dos destacan sobremanera tanto por su exquisita factura como su extrema deformidad. Las había esculpido Blaise Reynard, un tallador de piedra nacido en Vyones que, no ha mucho, regresó tras una larga estancia en varias ciudades de Provenza y que consiguió trabajo en la catedral tres años después de finalizar su construcción y ornamentación. Cuando el arzobispo Ambrosius contempló el maravilloso talento de Reynard, lamentó profundamente no haber podido encargarle la ejecución de todas las gárgolas; pero otras personas, de gusto mucho menos liberal que el clérigo, disentían de aquel juicio.
Acaso tal opinión se debía a lo que la gente de Vyones pensaba de Reynard, ya desde su misma infancia, y que a su retorno se había reavivado con cierta intensidad. Justa o injustamente, su aspecto físico siempre le había granjeado el rechazo entre sus semejantes: era marcadamente oscuro, de cabellos y barba de un color negro azulado casi sobrenatural; sus ojos almendrados y brillantes le conferían un aire siniestro, perverso. Los supersticiosos atribuían sus ademanes melancólicos y taciturnos a prácticas y conocimientos nigrománticos. Incluso había quien lo acusaba a escondidas de alianzas con Satán. Si bien las acusaciones eran vagas conjeturas, los rumores anónimos, aunque carentes de pruebas, terminan convirtiéndose en hechos irrefutables. Quienes sospechaban de los diabólicos tratos de Reynard decían que aquellas dos gárgolas eran la prueba evidente. A menos que lo inspirara el Maligno, nadie podría ser capaz de plasmar semejante obra, que reflejase en la basta piedra el mal y los pecados mortales con tal perfección y detalle.
Ambas gárgolas estaban colgadas en los extremos opuestos de una torre alta de la catedral. Una era un monstruo de cabeza felina que gruñía amenazadoramente, con labios separados que mostraban formidables colmillos; bajo las cejas, sus ojos despedían un abismal odio. Tenía las garras y las alas de un grifo, y daba la impresión de estar a punto de saltar sobre Vyones como una arpía sobre su presa. Su compañera era un sátiro astado con el aspecto de un enorme murciélago como los que yerran por las cavernas subterráneas, con fuertes y afilados talones, y una mirada rebosante de satánica lujuria, como si se regodeara ante las indefensas víctimas de su pernicioso deseo. Ambas piezas estaban completas, incluso sus cuartos traseros; parecían no estar unidas al tejado a la manera habitual. Podría esperarse a que, en cualquier momento, se liberaran de la piedra que inmovilizaba sus formas.
Ambrosius, amante del arte, las contemplaba con manifiesto placer; las consideraba obras maestras por la técnica y la verosimilitud con que Reynard les había dado forma. Pero otros, entre los que había dignatarios eclesiásticos de rango inferior, se escandalizaron en mayor o menor medida. Aseveraron que el tallador había reflejado en aquellas figuras todos sus vicios a mayor gloria de Belial y no de Dios, y que de este modo había perpetrado una blasfemia. Por supuesto, reconocieron, las gárgolas siempre precisan de cierto carácter deforme y siniestro; sin embargo, afirmaron que en aquel caso se habían sobrepasado los límites de lo tolerable.
Con todo, al finalizarse la catedral, y pese la oposición, la gente fue asumiendo las gárgolas de Blaise Reynard, como el resto de detalles del edificio, como parte del conjunto, de modo que prácticamente se olvidaron del asunto. El escándalo se fue atenuando y el autor de las figuras, sin perder la mala fama entre sus conciudadanos, recibió otros encargos. Se quedó en Vyones; al poco, aunque sin éxito, reparó en la hija de un tabernero, Nicolette Villom, de quien se decía que llevaba mucho tiempo enamorado a su manera hosca y retraída. Sin embargo, para nada se había olvidado de sus gárgolas A menudo, al pasar ante la soberbia mole de la catedral, alzaba la mirada para observarlas con una secreta delectación cuya causa difícilmente podía explicar o definir. Parecían atraer su atención de un modo extraño y místico, para indicar un triunfo oscuro pero placentero.
Si le hubieran preguntado, habría dicho que el motivo de su satisfacción era enorgullecerse de la obra que había producido. No habría revelado, quizá él mismo lo ignorase, que en una de ellas había vertido todo su rencor, su amargura, su odio por los habitantes de Vyones, que siempre lo habían aborrecido; y había plasmado la imagen de su resentimiento para que contemplase toda la ciudad para siempre desde un lugar elevado. Y acaso jamás hubiera imaginado que en la segunda gárgola había expresado su pasión adusta y de sátiro por Nicolette, una pasión que lo había hecho retornar a la infame ciudad de su juventud tras años de vagabundeo; una pasión singularmente obsesionada por un motivo y en ese sentido diferente de la lujuria habitual de una naturaleza tan atroz como la de Reynard.
Para el tallador de piedra, incluso más que para sus acérrimos detractores, las gárgolas eran criaturas vivas que manifestaban una vitalidad y sensibilidad singulares. Y semejaron más vívidas que nunca al término del estío, cuando las lluvias otoñales comenzaron a precipitarse sobre Vyones. Así, cuando los canalones de la catedral vertían el agua sobre las calles, cualquiera podría haber creído que las babas de una presencia maléfica, el auténtico siervo de la lujuria, se mezclaban con el agua que vomitaban las bocas de las gárgolas.
En aquella época, concretamente en el año de Nuestro Señor de 1138, Vyones constituía el núcleo principal de la provincia de Averoigne. El enorme bosque, con fama de encantado, lugar de leyendas terroríficas, fantasmas y hombres lobo, llegaba hasta los mismos muros de la ciudad por dos puntos y proyectaba sus sombras sobre ellos antes del mediodía y al anochecer. Los otros puntos estaban circundados por huertas y campos cultivados, tranquilas corrientes cuyas aguas descendían plácidamente por los meandros, entre álamos y sauces, y carreteras que cruzaban una llanura despejada hasta llegar al elevado castillo de los nobles señores y conducir a regiones allende Averoigne.
La ciudad vivía en la prosperidad, preservada de la mala fama de los bosques. Había sido santificada por la presencia de dos conventos y un monasterio. Y ahora, al concluir las obras de una catedral largo tiempo deseada, se creía que Vyones gozaba de una protección de santidad adicional y más augusta que mantendría apartados con mayores garantías que antes a demonios, brujas e íncubos. Por supuesto, como era corriente en cualquier población medieval, se podrían dar casos esporádicos de manifiesta brujería o de posesión infernal. Más de una vez, las peligrosas tentaciones de los súcubos habían intentado socavar la pía virtud de Vyones: no era nada sorprendente en un mundo siempre expuesto al demonio y sus malas artes. Pero nadie habría vaticinado el torrente de horrores infernales que hicieron que los últimos meses de otoño siguientes a la construcción de la catedral devinieran terroríficos. Para que el asunto sea comprensible, y más blasfemo de lo que era ya de por sí, el primero de tales horrores sucedió en las proximidades de la catedral, prácticamente bajo su sombra protectora.
Dos hombres, un respetable sastre llamado Guillaume Maspier y un tonelero de idéntica reputación llamado Gerome Mazzal, regresaban a sus casas a última hora de una noche de noviembre, tras haber degustado en más de una taberna los vinos blancos y tintos que ofrece la región. Según Maspier, el único que vivió para contarlo, pasaban por una calle que circunda la planta de la catedral; la inmensa mole del edificio se recortaba entre las estrellas del firmamento, cuando un monstruo alado, negro como el hollín de Abaddón, picó hacia ellos y agredió a Gerome Mazzal, a quien abatió con sus pesadas alas y apresó con sus enormes dientes y afilados talones. Maspier fue incapaz de describir a la criatura con detalle, apenas la vio en la oscuridad de la calle; asimismo, el final de su compadre, que yacía sobre el empedrado con el demonio negro enroscándose y desgarrándole el cuello, le aconsejó huir lo antes posible. Corrió lo más deprisa que pudo, hasta detenerse frente a la casa de un sacerdote, a muchas calles del suceso, a quien relató aquel episodio entre estremecimientos y respingos.
Armado con agua bendita y un hisopo, secundado por multitud de ciudadanos que portaban antorchas, barras y alabardas, Maspier condujo al sacerdote hasta el lugar del crimen. Allí encontraron el exánime cuerpo Mazzal con el rostro terriblemente desfigurado, el cuello y el pecho hendidos por sangrientas heridas. No se halló rastro del demoniaco atacante, y aquella noche nada más se vio ni encontró; ahora bien, cuantos pudieron contemplar su obra regresaron a sus hogares atemorizados, pensando que una criatura de los infiernos subterráneos había venido a Vyones y, lo peor de todo, iba a permanecer en ella.
A la mañana siguiente, cuando la noticia se extendió por toda la ciudad, imperó la consternación. Los clérigos practicaron exorcismos contra el demonio invasor en todos los espacios públicos y frente a los umbrales de las puertas. Sin embargo, la aspersión de agua bendita y los formulismos resultaron infructuosos. El espíritu del mal seguía imperando, su malignidad quedó manifiesta una vez más la noche siguiente a la hórrida muerte de Gerome Mazzal.
En aquella ocasión dos fueron las víctimas, probos y destacados ciudadanos que bajaban por un estrecho callejón. Picó sobre uno de ellos y lo mató al instante. Inmediatamente después se ocupó del otro, que en vano intentó huir. Los estentóreos gritos de las víctimas indefensas y los guturales gruñidos del demonio fueron percibidos por la gente que vivía en el callejón. Y varios de ellos, apenas con arrestos para mirar por la ventana, presenciaron la marcha del infame agresor, ocultando las estrellas autumnales con sus alas enormes y terribles, proyectándose cual execrable amenaza sobre los tejados.
Salvo en casos de extrema urgencia o necesidad, tras aquello muy pocos se atrevieron a salir de noche. Y quienes se arriesgaban lo hacían en grupos armados con antorchas, como si de este modo pudieran atemorizar al demonio, a quien juzgaron criatura de la oscuridad y temerosa de la luz, algo propio de los de su clase. Pero la osadía del monstruo trascendía lo concebible, ya que atacó a más de un grupo de valerosos ciudadanos sin importarle lo más mínimo las antorchas que le dirigían al rostro y que apagaba con sus poderosos aleteos.
Sin ninguna duda, se trataba de un espíritu imbuido de odio homicida, puesto que sus víctimas terminaban horriblemente deformadas o destrozadas por garras y talones. Quienes lo vieron y escaparon de la muerte apenas si podían describirlo vagamente y con imprecisión; ahora bien, todos coincidieron en que tenía la cabeza de una bestia feroz y las alas de un ave monstruosa. Algunos, los más versados en demonología, aventuraron que se podría tratar de Modo, encarnación del asesinato; otros afirmaron que era uno de los lugartenientes principales de Satán, quizá Amaimon o Alastor, enloquecidos hasta el infinito por la incontestable supremacía de Jesucristo en la ciudad santa de Vyones.
El terror que enseguida prevaleció en la ciudad, bajo aquella panoplia de incursiones y ataques satánicos, devino un oscuro manto diabólico, candente y coagulado de obsesión supersticiosa, por denominarlo de algún modo. Aun a la luz del día, las góticas alas de una pesadilla parecían extenderse en constante opresión sobre la ciudad. El miedo latía omnisciente como imparable corrupción de una plaga epidémica. Los habitantes, llenos de miedo, caminaban rezando. Tanto el arzobispo como sus subordinados se confesaron incapaces de combatir el imparable horror. Enviaron un emisario a Roma, en busca de agua bendecida personalmente por el Papa. Creyeron que bastaría para ahuyentar a tan terrible huésped.
Mientras, el horror creció y alcanzó su culminación. Una noche de mediados de noviembre, el abad del monasterio de Cordeliers, que había ido a administrar la extremaunción a un amigo moribundo, fue emboscado por el engendro justo antes de cruzar el umbral de su morada; fue muerto con la misma atrocidad con que las otras víctimas habían sido asesinadas. A tal hazaña doblemente infame no tardó en añadirse una increíble blasfemia. A la noche siguiente, mientras el cuerpo del abad yacía en un rico catafalco en la catedral, cuando se decían misas y ardían las velas, el demonio invadió la alta nave a través de la puerta abierta, apagó todas las velas con un solo movimiento de sus alas y arrastró al menos a tres sacerdotes oficiantes a una impía muerte entre tinieblas. Todo el mundo pensaba que los poderes del mal estaban emprendiendo un formidable asalto para poner a prueba la fe cristiana de Vyones. En medio de aquel horror abyecto, el desorden extremo, el desaliento que cundieron tras la última atrocidad, tuvo lugar un deplorable estallido de homicidios, asesinatos, rapiñas y latrocinio, junto con clandestinas manifestaciones de satanismo y celebraciones de misas negras a las que asistían numerosos neófitos.
Y entonces, en medio de aquel caótico miedo y frenética confusión, comenzó a circular el rumor de que otro demonio deambulaba por Vyones; que al monstruo asesino lo acompañaba un espíritu tanto o más deforme y tenebroso, con intenciones lascivas y que sólo hostigaba a mujeres. El ser había atemorizado a varias damas, doncellas y sus damas de compañía hasta sumirlas en auténtica histeria al aparecer su rostro en las ventanas de los dormitorios. Asimismo, se había acercado con sigilo, lascivamente, con inequívocos sonidos, muecas y aleteos grotescos de sus alas de murciélago, a otros que osaron salir de sus casas y transitar las calles por la noche. Sin embargo, pasaba algo extraño, ya que el honor de ninguna mujer fue realmente agraviado por aquel molesto íncubo. Se acercó a mucha gente, aterrada ante su comportamiento desmesuradamente repulsivo y libidinoso, pero sin llegar a tocar a nadie. A pesar de aquellos tiempos de terror físico y espiritual, hubo quien se burló procazmente del singular celibato que guardaba el demonio y se decía que en realidad buscaba en Vyones a alguien al cual aún no había encontrado.
Un oscuro y sinuoso callejón separaba el alojamiento de Blaise Reynard de la taberna que regentaba Jean Villom, el padre de Nicolette. Reynard tenía por costumbre ir de noche a la taberna, aunque su presencia era mal vista por el dueño, que había desaprobado la petición de mano de su hija, aspiraciones más bien desalentadas por la joven. Ahora bien, toleraban su presencia porque siempre traía la bolsa llena y manifestaba una ilimitada capacidad para aguantar el vino. Siempre acudía temprano, a primera hora de la noche, y permanecía sentado en silencio, hora tras hora, contemplando con ardor e intensidad a Nicolette, bebiendo sin tasa los fuertes caldos de Averoigne. Pese al deseo de no perderlo como cliente, le tenían un poco de miedo a causa de su reputación de hechicero y su carácter hosco. No deseaban porfiar con él más de lo estrictamente necesario. Como todo el mundo en Vyones, Reynard había acusado la sofocante carga de terror supersticioso durante aquellas noches, cuando el terrorífico rondador acechaba en la ciudad y agredía a los desdichados viandantes en cualquier momento y cualquier lugar. Sólo la urgencia e imperiosidad de su deseo semisalvaje por Nicolette lo habrían hecho atravesar el callejón, en medio de las tinieblas, para entrar en la taberna y contemplar a la muchacha entre trago y trago.
Las noches otoñales habían vetado la presencia de la luna. Ahora bien, la noche posterior a la profanación de la catedral por parte del engendro, un nuevo cuarto creciente iluminaba con tonalidad sanguinolenta los tejados y el suelo cuando Reynard se dirigía a la taberna a la hora de costumbre. Los rayos no llegaban hasta la parte baja de la estrecha y sinuosa callejuela; no pudo evitar estremecerse mientras aceleraba el paso entre sombras esporádicamente interrumpidas por la luz que despedían unas pocas ventanas. Le daba la sensación de que en cada recodo, en cada esquina, unas satánicas alas cuajaban la oscuridad con su maléfico influjo, que en cualquier momento podrían aparecer unos ojos brillantes, encendidos como los carbúnculos que arden en el averno. Ya al final del callejón, se percató con irrefrenable pánico de que una nube con la apariencia de alas arqueadas y puntiagudas cubría el cuarto creciente.
Por fin llegó a la taberna con una sensación de inmenso alivio, pues había comenzado a intuir con nitidez que alguien o algo, sin hacer ruido e invisible, lo había seguido, una presencia que parecía teñir la oscuridad de una amenaza sobrenatural. Entró; cerró la puerta con mucha rapidez, como si lo hubiera hecho ante las mismas narices de su terrible perseguidor.
Aquella noche la taberna contaba con pocos parroquianos. Nicolette servía vino al ayudante de un mercero, un tal Raoul Coupain, joven agradable y nuevo en la vecindad; tabernera y cliente se reían con una alegría que Reynard juzgó de un regocijo indecoroso ante los piropos y comentarios que le dedicaba Raoul. Jean Villom hablaba en susurros sobre los últimos acontecimientos y bebía tanto o más que sus clientes. Sintiendo unos celos crecientes a causa de la presencia de Raoul Coupain, al cual ya consideraba un aventajado rival, Reynard se sentó en silencio y observó con malignidad los flirteos de la pareja. Pareció como si nadie hubiese reparado en su llegada: Villom seguía hablando con sus compadres sin parar, y Nicolette y su cliente seguían enfrascados en juegos. A la furia de sus celos Reynard pronto añadió el resquemor de quien cree estar siendo ignorado deliberadamente. Para llamar la atención comenzó a aporrear la mesa con sus poderosos puños.
Villom, que había permanecido sentado de espaldas, llamó a Nicolette despreocupadamente, sin girarse, y le indicó que atendiera a Reynard. Dedicando una última sonrisa a Coupain, con lentitud y ostensible renuencia, la muchacha se acercó a la mesa del tallador de piedra. Menuda, de pecho generoso, con unos cabellos pelirrojos que descendían en abundantes bucles por los lados del rostro, iba ataviada con un ceñido vestido verde que resaltaba aún más las sensuales formas de caderas y busto. Con Reynard se mostraba desdeñosa y algo fría, pues le disgustaba, evidencia que escondía más bien poco. Precisamente aquella noche Reynard la encontró más hermosa y deseable que nunca, y le asaltó un salvaje impulso de tomarla en sus brazos, de llevársela ante las mismísimas narices de Raoul Coupain y de su padre.
-Tráeme una jarra de La Frenaie -ordenó bruscamente en un tono que revelaba la mezcla de su resentimiento y deseo.
Moviendo la cabeza ligeramente y a modo de burla, mirando de nuevo a Coupain, obedeció. Sin musitar palabra, depositó ante Reynard el fuerte tinto y regresó junto al ayudante de mercero para reanudar sus devaneos amorosos.
Reynard comenzó a beber. Lo único que hizo el potente caldo fue inflamar su tácita animadversión y ofuscado deseo. La mirada se le tornó ponzoñosa; los labios se le torcieron de malignidad como los que había tallado en las gárgolas de la nueva catedral. Su interior se consumía en una furia siniestra y primordial, como la de un fauno frustrado y taciturno. Procuró reprimir aquel fuego; permaneció en silencio e inmóvil, salvo las frecuentes ocasiones en que se servía de la jarra. Raoul Coupain también había ingerido una nada despreciable cantidad de vino. Por eso, su cortejo devino más atrevido e intentaba besar la mano de Nicolette, que ya se había sentado a su lado en el banco. Le sostenía la mano juguetonamente; su propietaria, tras propinarle un enérgico pero suave bofetón, le dio permiso para proceder de un modo que Reynard consideró, cuando menos, libertino.
Gruñendo sin separar los labios, poseído por un ciego impulso de abalanzarse sobre su victorioso rival y matarlo con sus propias manos, se levantó y fue hacia la distraída pareja. Uno de los contertulios, sentado en una apartada esquina, adivinó sus intenciones y avisó al instante al tabernero. Este se alzó, tambaleándose un poco por el vino, cruzó la estancia con cautela sin apartar la vista de Reynard, listo para intervenir si la violencia estallaba. Reynard se detuvo, como presa de una momentánea vacilación, y prosiguió, obnubilado por un enorme odio hacia todos. Deseaba con toda su alma matar a Villom y a Coupain, terminar de una vez con los estúpidos parroquianos que lo observaban desde los rincones y por último, por encima de sus cuerpos estrangulados, asaltar a besos y ahogar a caricias los carnosos labios y el cimbreante cuerpo de Nicolette.
Al ver cómo el escultor de gárgolas se acercaba, conociendo su mal carácter y sus celos insanos, Coupain también se alzó y tentó, debajo de la capa, la empuñadura de su pequeña daga. Mientras, Jean Villom había interpuesto su corpachón entre los dos antagonistas. Deseaba evitar a toda costa cualquier disputa y preservar así la intachable reputación de su local.
-Vuelve a tu mesa, tallador -instó a Reynard con firme vehemencia.
Desarmado y en inferioridad numérica, Reynard se detuvo de nuevo, pese a notar que la cólera le bullía como el contenido del caldero de un brujo. Clavó sus perturbadores ojos en los tres con intensidad asesina. Más allá del trío observó, más por instinto que por deseo consciente, los paneles superiores de los ventanales; en sus cristales se reflejaba la trémula llama de las velas, las fulgentes copas, las cabezas de Coupain, Villom, Nicolette, así como su cara sombría entre ellos. Sin saber por qué, diríase que con incoherencia, en aquel instante se acordó de la nube oscura e indefinida que había atravesado el cuarto creciente de la luna, la pertinaz sensación de intuir una siniestra persecución mientras cruzaba la calle.
Así, todavía absorto en la imagen de los cuatro reflejada en el cristal, retumbó un atronador estruendo. Los paneles de la ventana y la visión del grupo estallaron hacia dentro en incontables fragmentos. Antes de que uno solo de los cristales rotos hubiese rozado el suelo, penetró en la estancia una forma oscura y monstruosa cuyo poderoso aleteo casi apagó las velas e hizo bailar las sombras como en un aquelarre de amorfos demonios. Cuando repararon en ella, por unos momentos permaneció inmóvil suspendida en el aire, y les pareció que era más alta que la oscuridad que reinaba sobre las cabezas de los presentes. Se fijaron en la infernal intensidad de sus ojos, que ardían como los carbones que palpitan en lo más profundo del Tártaro, y la curvatura de sus labios repulsivos, que mostraban unas fauces con dientes más grandes que los de una serpiente.
Detrás de él irrumpió un segundo monstruo batiendo sus poderosas y puntiagudas alas. Todos sus ademanes rezumaban una inextricable lascivia, del mismo modo que en el otro exudaba un odio homicida y una ilimitada maldad. Sus facciones de sátiro estaban contraídas en una inalterable y repulsiva mueca. Suspendido en el aire, como el primer intruso, observó fijamente a Nicolette.
La sorpresa y la consternación, extremas hasta el punto de convertirse en un pánico insoportable, petrificaron a todos los parroquianos, incluido Reynard. Inmóviles, mudos, contemplaron la demoniaca invasión. La congoja de Reynard era el fruto de una inefable sorpresa, la angustiada certeza de comprender lo que sucedía. Por su parte, Nicolette, inundada de horror, gritó desesperadamente, se dio la vuelta y empezó a correr por la sala.
Como si aquel grito hubiese sido la provocación, la señal que estaban esperando, los dos demonios se lanzaron sobre las víctimas. Con un furibundo zarpazo de sus garras totalmente extendidas, rasgó el cuello de Jean Villom, que cayó emitiendo un sordo gorgeo y un sanguinolento gemido. Inmediatamente después, Raoul Coupain sufrió idéntica suerte. Por su parte, el otro engendro había volado en pos de la chica; sus bestiales brazos la retenían en contra de su voluntad, sus alas la envolvieron como un manto infernal.
La taberna devino un torbellino de gemidos, totalmente sumida en un caos de gritos y convulsiones, de sombras que forcejeaban en la oscuridad. Reynard percibió el gutural gruñido del monstruo asesino amortiguado por Coupain, cuyo cuerpo estaba desgarrando con los colmillos. Y le llegó nítidamente la lúbrica risa del íncubo por encima de los histéricos gritos de Nicolette. Entonces, cuando una súbita corriente de aire apagó las grotescas llamas de las velas, algo propinó un violento golpe a Reynard, el mazazo de un objeto que se movía con rapidez, acaso un ala, duro y pesado como la piedra. Cayó al suelo inconsciente.
Pesada y confusamente, con enormes esfuerzos, procuró volver en sí. Tardó un poco en recordar dónde se hallaba y qué había pasado. Cuando abrió los ojos, le inquietó el punzante palpitar de las sienes, el revoloteo de voces exaltadas a su alrededor, el brillo de muchas luces, la acumulación masiva de rostros; y, sobre todo, aquella sensación indefinida pero dolorosa, atenazada por el terror, que lo oprimió nada más recuperar la consciencia. La memoria retornó a él, con renuencia y retardo y, con ella, el pleno conocimiento de lo que había pasado.
Yacía sobre el suelo de la taberna; su propia sangre le manaba de una dolorosa herida en la cabeza y resbalaba por la cara en hilillos. La sala estaba llena de gente que portaba antorchas, cuchillos y alabardas. Contemplaban los cuerpos sin vida, inundados de vino y sangre entre un desastre de madera astillada y vajilla rota. Nicolette, con el vestido verde hecho girones, como si todavía siguiera atrapada por los brazos del demonio, murmuraba quedamente, mientras las mujeres la interpelaban con gritos inútiles y preguntas que ni oía ni comprendía. Los dos compadres de Villom, hórridamente traspasados y desgarrados, estaban muertos junto a la mesa donde se habían sentado, ahora patas arriba. Estupefacto de horror, todavía aturdido por el golpe, Reynard se puso en pie, al instante rodeado de caras y voces inquisitivas. Algunos recelaban de él, único superviviente de la matanza y con sospechosa reputación; sin embargo, sus respuestas convencieron a la gente de que aquel nuevo crimen sólo podía ser obra de los engendros demoniacos que durante semanas habían aterrorizado Vyones tan cruelmente. No obstante, omitió parte de lo que había visto ni reveló los motivos que últimamente alimentaban su miedo y su desconcierto. Guardaba aquello en lo más recóndito de su alma, atormentada y gobernada por el Maligno.
Consiguió salir de la devastada taberna; se abrió paso entre la multitud arracimada y temerosa, y se quedó transitando por las calles, a medianoche. Menoscabando el peligro que podía cernirse sobre su cabeza, sin apenas saber adónde se dirigía, erró por la ciudad durante muchas horas. En algún momento, su deambular lo condujo hasta el taller donde trabajaba. Sin una razón lógica que lo sustentara, entró y salió de nuevo, armado con un pesado martillo que siempre había llevado con él en los años de peregrinación por las distintas capitales para trabajar como tallador de piedra. A continuación, hechizado por su horrorosa y constante tortura interior, siguió errando hasta que el pálido amanecer lamió agujas y tejados con luz espectral.
Movido por una compulsión apenas voluntaria, sus pasos lo llevaron hasta la plaza frente a la catedral. Sin prestar la más mínima atención al sorprendido sacristán, que justo había abierto las puertas, penetró en la catedral y buscó las escaleras que hendían tortuosamente la torre y llevaban hasta donde estaban sus gárgolas. En medio de una mañana pálida y fría, el sol oculto, salió al tejado y, asomándose peligrosamente al borde, observó las figuras talladas. No se sorprendió en absoluto, sino que confirmó definitivamente un terror demasiado brutal para ser nombrado en voz alta, al reparar en que los dientes y las garras del grifo con cabeza felina y expresión diabólica estaban maculados de sangre ennegrecida; que de los talones del sátiro alado y lujurioso pendían, enganchados, girones del vestido de Nicolette. Bajo la enfermiza luz matinal, le dio la sensación de que el sátiro llevaba estampado en el rostro un rictus de inefable triunfo, de perversa ironía. Lo contempló con miedo y contradictoria fascinación, con una rabia impotente, una repulsa y un arrepentimiento más profundos que los del infierno que le brotaba del interior. Apenas fue consciente de alzar el martillo para golpear frenéticamente al sátiro astado, hasta que percibió el desagradable y furioso sonido del impacto y se dio cuenta de que se hallaba sobre el borde del tejado, luchando por mantener el equilibrio.
Los furiosos golpes apenas vulneraron las facciones del sátiro, sin conseguir borrarle la malsana lujuria, la expresión de inalterable triunfo. Alzó de nuevo la pesada herramienta, pero esta vez sólo hirió el aire. Reynard notó que él mismo era alzado y rechazado por algo que, afilado y puntiagudo como varios cuchillos a la vez, hendió su carne. Intentó ponerse en pie infructuosamente; resbaló, quedó tumbado sobre el borde de granito del tejado, cabeza y hombros pendiendo sobre el abismo de la calle desierta y oscura.
A punto de desvanecerse, entrevió que encima de él estaba la otra gárgola con las garras del cuarto delantero derecho firmemente incrustadas en su hombro. Aumentó la saña con que le aprisionaba el hombro, las garras penetraron todavía más, como aumentando el sadismo con que atenazaban el hombro. Daba la impresión de que el monstruo era todavía más grande, una bestia fantástica sobre su presa; sintió que resbalaba vertiginosamente por el canalón de la catedral, que la gárgola se retorcía y giraba como si desease recuperar su postura normal sobre el abismo. El vértigo semejaba conferirle una impresión de caída lenta e inexorable. La torre de la catedral se inclinó y giró debajo de él de un modo enfermizo, como en una delirante pesadilla. Débilmente, aturdido por el miedo y la agonía, Reynard vio la despiadada cara felina que se dirigía hacia él mostrándole los espantosos dientes en un rictus eterno de odio infernal. Sin explicarse cómo, aún empuñaba el martillo; una instintiva necesidad de supervivencia hizo que golpease con él a la gárgola, cuyas repulsivas facciones parecían aproximarse a su propia cara como una imagen en el clímax de una tormenta delirante y enajenada.
Pese a su resistencia a golpes de martillo, siguieron los movimientos compulsivos y las contorsiones; los talones lo arrastraron hacia fuera, al aire del vacío. En aquella postura tan forzada e inverosímil, la eficacia de los golpes disminuyó aún más. La cabeza de la herramienta caía con irrisoria fuerza sobre el antebrazo cuyos curvos talones se le clavaban en el hombro cual ganchos de carnicería. El martilleo cesó con un agudo sonido quebrado; a medida que se precipitaba hacia el vacío, la gárgola se desvaneció de sus ojos. No vio nada más, salvo la oscura masa de la torre, que parecía alejarse de él por los aires, elevarse con inaudita rapidez hacia un cielo sin estrellas en el que la luz del sol tardío apenas si se notaba.
Fue el arzobispo Ambrosius quien, de camino hacia la catedral para oficiar la primera misa del día, se topó con el destrozado cuerpo de Reynard, boca abajo sobre la calzada. Sorprendido por tan terrible visión, se persignó nada más descubrir el objeto que seguía aferrado al hombro del desdichado y repitió el gesto más fervorosamente si cabía. Se acercó para examinarlo. Su infalible memoria de auténtico amante del arte lo reconoció enseguida. Y acto seguido, con idéntica claridad, comprendió que la pétrea extremidad, tan profundamente hendida en la carne del tallador, había cambiado inexplicablemente. Creía recordar que la zarpa siempre había estado distendida, ligeramente flexionada; ahora estaba rígidamente extendida, alargada como la de un predador que hubiese cazado alguna cosa o arrastrado una pesada carga con sus brutales talones.
English original: El escultor de gárgolas (The Maker of Gargoyles)